Jesús Resucitado, en nuestra vida
Que el gozo de la resurrección de Cristo nos lleve a valorar cada vez más nuestra propia vida y a vivirla según el designio amoroso de Dios
Cristo el Señor, cuya resurrección y victoria sobre el pecado y sobre la muerte estamos celebrando de forma particularmente intensa y gozosa durante el tiempo pascual, nos invita a recordar que el designio de Dios sobre toda persona humana es la vida: Dios quiere que el ser humano viva, que exista, pues cada persona humana es infinitamente valiosa y profundamente amada por Dios, pues ha sido creada a su imagen y semejanza con una dignidad inalienable.
Cristo ha resucitado, está verdaderamente vivo y presente en la historia humana, presente en la Iglesia, presente en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestras calles, en nuestra ciudad. Y él nos recuerda que Dios creó al hombre para la vida, no para la muerte, que Dios ha dicho y dice a cada ser humano: “¡Vive!” (cf. Ez 16,6), ¡Quiero que vivas! Esta es la llamada más profunda y fundamental que Dios nos dirige en el Resucitado.
En san Juan Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Para darnos esa vida en abundancia Jesús asumió el drama de la muerte sumergiéndose en los abismos más atroces para rescatarnos de nuestros propios abismos; con su muerte y resurrección ha vencido toda oscuridad que ensombrece nuestras vidas y nos ha dado acceso a una vida nueva: la vida eterna, la vida en Dios, la vida que no se agota.
Dios quiere siempre el bien del hombre, quiere que sea feliz como él es feliz, que viva en plenitud como él. Nada más opuesto al designio de Dios sobre el hombre que la muerte.
Por eso san Ireneo de Lyon dice que “La gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre es la visión de Dios”. Sólo en Dios está la verdadera vida del hombre, sólo en él halla plenitud, sólo en él puede ser feliz, sólo en él puede alcanzar el desarrollo de su ser como persona; sólo en Dios el hombre puede ser lo que está llamado a ser.
Así pues, en Jesús resucitado está la vida, la vida verdadera, la vida en plenitud, la vida bella, la vida en su máxima expresión, la vida superabundante. Cristo resucitado es la respuesta a nuestros anhelos, el camino de la auténtica humanización y de la verdadera promoción humana.
Por eso, la vida verdadera y plena, que procede de Dios en Cristo y que es capaz de traspasar las fronteras de la muerte, sólo puede obtenerse a través de la comunión y de la permanencia en el Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado.
Únicamente aquel que se adhiere a Cristo mediante la fe en él y la obediencia a su palabra, sólo el que vive unido a él, ha pasado ya de la muerte a la vida (cf. Jn 5, 24), aún en su existencia terrena: “Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí, aunque haya muerto vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn 11, 25b-26).
“El discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro”[1]. Por eso el papa Benedicto XVI escribió al inicio de su pontificado:
Es necesario que los cristianos experimenten que no siguen a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas. Él es el Viviente que camina a nuestro lado, descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y permaneciendo en ellas, alimentándonos con el Pan que da la vida[2].
Así pues, la vida que Jesús nos dona se opone a la muerte, a todos los rostros de muerte, a todo aquello que amenaza la vida envolviéndola en la oscuridad, en el error, en del desaliento, en la tristeza o en la desesperanza.
Todos anhelamos que nuestra vida sea cada vez más plena, más hermosa, más dichosa, más profunda, más intensa, más auténtica. En Cristo muerto y resucitado está eantl manantial de la vida. Sólo en él encontramos luz para nuestros pasos, sólo él le da sentido a lo que somos y a lo que hacemos, sólo en él ha de estar la meta de nuestras esperanzas.
Si acaso en nuestras vidas sentimos el peso de la oscuridad, del vacío, del sin sentido o de la muerte, no perdamos la esperanza: Cristo es nuestra luz, Cristo es nuestra paz, Cristo es nuestra victoria. Él, el Resucitado, es capaz de disipar todas nuestras oscuridades, él es capaz de salvarnos y de hacer nueva nuestra vida.
Que el gozo de la resurrección de Cristo nos lleve a valorar cada vez más nuestra propia vida y a vivirla según el designio amoroso de Dios, pero también a respetar, valorar y defender la vida de toda persona que tengamos a nuestro alrededor y a no habituarnos a tantas expresiones de muerte, destrucción y oscuridad que nos rodean.
Que ante la violencia, el crimen organizado, las desapariciones forzadas, la trata de personas, la creciente crisis económica, la incertidumbre frente al futuro, la polarización social y política, la dictadura de algunas ideologías, el desempleo, las condiciones desfavorables de muchos trabajadores, los ataques frontales a la familia y las diversas expresiones de atentados contra la vida humana, respondamos con la sabiduría del evangelio y seamos fermento de transformación, iluminados y fortalecidos por Jesús resucitado
[1] Benedicto XVI, Discurso inaugural de Aparecida.
[2] Benedicto XVI, Discurso inaugural de Aparecida.
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