Sujeción diabólica
¿Podemos decir que los actos de brutalidad extrema se deben solamente a trastornos mentales que padecen algunas personas?
Ordenado sacerdote para la Diócesis de Ciudad Juárez, México, el 8 de diciembre de 2000, tiene una licenciatura en Ciencias de la Comunicación (ITESM 1986). Estudió teología en Roma en la Universidad Pontificia Regina Apostolorum y en el Instituto Juan Pablo II para Estudios del Matrimonio y la Familia. Actualmente es párroco de la Catedral de Ciudad Juárez, pertenece a los Caballeros de Colón y dirige el periódico www.presencia.digital
En los últimos días he seguido las noticias sobre una mujer a quien apodan la “Chely”. Ella tiene 22 años de edad y es altamente peligrosa, pues ha tenido una participación muy activa en el narcotráfico fronterizo México-Estados Unidos. Hace unos días, autoridades norteamericanas la arrestaron en El Paso Texas, no sólo por delitos de tráfico de drogas, sino por estar involucrada en una serie de escalofriantes homicidios en México.
Lideresa de un grupo criminal al servicio del cártel ‘Artistas Asesinos’, la Chely se ha distinguido por su brutalidad extrema en asesinatos en grupo, desmembramiento de los cuerpos y extracción de lenguas y corazones, para ofrecerlos en el altar de la “santa muerte”. Estos abismos de maldad insólita nos hacen preguntamos porqué. ¿Qué ocurre en la vida de personas como la Chely para que se conviertan en monstruos temibles?
¿Podemos decir que los actos de brutalidad extrema se deben solamente a trastornos mentales que padecen algunas personas? Si es así, entonces debería ser suficiente brindarles terapias psicológicas o fármacos para que dejen de ser malas o, al menos, no causen daño. Sabemos que eso no basta. Para abordar el problema de la violencia absurda que padecemos en México debemos ir a la raíz del mal, y reconocer que, más allá de problemas familiares y sociológicos, se trata de un enigma teológico.
Muchas personas han dejado de creer en la existencia de los ángeles caídos. En la teología protestante liberal prácticamente no se cree; pero aún en ámbitos católicos se ha rechazado su existencia como seres reales operantes en el mundo. El cardenal Walter Kasper, por ejemplo, ha afirmado que los demonios son seres mitológicos del mundo de la Biblia; Herbert Haag también los niega al afirmar que se trata de un fenómeno cultural y que, más bien, se identifican con el pecado. Son varios los teólogos que enseñan –en contradicción con el Magisterio de la Iglesia– que el demonio es sólo un símbolo del mal, pero que no se trata de un ser personal.
La Iglesia, basándose en la Biblia, la Tradición y el Magisterio, siempre ha creído en la existencia Satanás como ser personal, “pervertido y pervertidor”, como lo describió san Pablo VI. Si bien el Antiguo Testamento es abundante al hablar de los ángeles, al diablo casi lo margina; y aunque la Revelación es clara sobre su existencia en el relato de la caída en el libro del Génesis, será hasta después del exilio en Babilonia, cuando se hable de Satanás como criatura (Sab 2,23-24), pero bajo el dominio total de Dios (Jb 1,6-12; 2,1-7).
En cambio el Nuevo Testamento revela plenamente al existencia del ángel caído, mencionándolo más de 180 veces (Lc 10,18; Jn 8,44; Mt 25,41; 2Pedro 2,4; Jd 6). Los Santos Padres de la Iglesia jamás pusieron en duda la existencia de los demonios, y siempre enseñaron sobre su naturaleza y su acción. La verdad del demonio en el Magisterio es tan evidente que, si bien nunca se proclamó como dogma, varios concilios hablaron de su ser y su actividad, especialmente el Concilio IV de Letrán. Vaticano II se refiere a él en varios de sus documentos.
A pesar de que haya obispos, sacerdotes y teólogos que niegan la existencia de Satanás y sus ángeles, como católicos fieles a las enseñanzas de la Iglesia hemos de creer que estos seres existen y obran en la tierra. El reino de las tinieblas que los demonios crearon a partir de su rebelión a Dios, nos hace comprender mucho mejor la Redención traída por Jesucristo y la instauración del Reino de Dios. De otra manera no se entendería la obra salvadora del Señor.
Mientras dura nuestra permanencia en el tiempo no podemos ver a Dios cara a cara, ya que Dios es espíritu puro; pero sí podemos verlo reflejado en sus criaturas, pues estas son un destello de sus perfecciones: “los cielos proclaman la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19,2). Podemos percibirlo, sobre todo, en la vida de los santos, “ya que estamos rodeados de una verdadera nube de testigos” (Heb 12,1).
Al diablo tampoco podemos verlo directamente porque se trata de un ángel caído, espíritu también. Sin embargo lo podemos percibir en las almas oscuras, errantes, esclavas de su perversión. A veces los grados de maldad a los que pueden llegar algunos individuos es tal, que nos lleva a intuir la presencia de un espíritu ajeno y opuesto a Dios que opera en esas personas, manteniéndolas sujetadas a sus cadenas. Al diablo no lo encontraremos en los libros, sino en las almas, lugar en el que trabajan.
La sujeción diabólica es el sometimiento más o menos explícito de una persona al demonio por medio del pecado. Esta sujeción llega a ser extraordinaria cuando el demonio tiene dominio moral totalitario sobre toda la actividad de las facultades superiores –inteligencia y voluntad– porque la persona se la ha ofrecido, como es el caso de la Chely y de muchos otros pandilleros y narcos. Aunque los demonios no obligan a nadie a pecar, las personas que pactan libremente con el mal sí pueden ser influidas en sus facultades por el enemigo, a tal grado que les es sumamente difícil abstraerse. Es necesario un milagro de la gracia para resucitarlos a una vida nueva y ponerlos en ruta de la conversión.
La Chely y su pandilla han sido adoradores de la muerte ofrendándole corazones y lenguas humanas. Es un ejemplo claro de sujeción diabólica. Esa sujeción es lo que los demonios quisieran lograr a través de todas sus acciones en las vidas de los hombres. Las personas que viven en pecado mortal, sin remordimiento de conciencia, son aquellos que corren mayor peligro de quedar sujetados, en mayor o menor grado, a estas tenebrosas y hercúleas cadenas. Que nuestra súplica por nuestra salvación y la de todos, llegue hasta Dios.