La vanidad nos degrada
En vez de juzgar y condenar a los demás como si nosotros fuéramos perfectos, hay que ser humildes para reconocer
MIRAR
Todos estamos expuestos a la tentación de la vanidad. En mi pueblo, a raíz de mi
nombramiento como cardenal, me hicieron un monumento, una estatua de cantera, sin
que yo lo supiera antes y sin estar de acuerdo con ello. Eso puede hacerme sentir grande,
importante y creerme más de lo que soy; por eso, me hace mucho bien ir allá cada fin de
semana, convivir con mis raíces, para que la vanidad cardenalicia no me domine.
Hay quienes presumen y menosprecian a los demás porque visten en forma más elegante,
tienen vehículos lujosos, poseen una casa bonita, usan el celular o el reloj de última
generación, lograron un título universitario con más futuro económico, gozan de una
figura física más atractiva. Siempre hay que aplaudir a quien, con su esfuerzo, se ha
superado; pero es triste cuando, por su físico o por sus logros materiales, hacen menos a
quienes carecen de ellos; incluso los ofenden como si valieran menos. Las apariencias
pueden engañar a los demás y a uno mismo. No valemos más por lo que tenemos o
aparecemos, sino por lo que somos.
En el ejercicio del gobierno, esta tentación puede contaminar todo. Como los que sólo
presumen sus logros, que pueden ser ciertos, pero no reconocen sus deficiencias y
errores. Se comparan con otros y los descalifican; ofenden a quienes no están de acuerdo
con ellos; son astutos para evadir las leyes e influir en conseguir el voto favorable a su
color; no toleran que se les haga ver la realidad, por ejemplo la inseguridad y la violencia
que nos ha invadido; sólo culpan a regímenes anteriores, en vez de reconocer que no han
resuelto los agudos problemas que padecemos, como lo prometieron en su campaña.
Para sostener su vanidad, gastan enormes cantidades en propaganda, no de sus bolsillos,
sino de nuestros impuestos.
En tiempos de campañas electorales, la vanidad puede afectar la nobleza de la política,
como cuando los candidatos presumen sus cualidades y descalifican a los demás
contendientes, como si sólo ellos tuvieran la clave para todos los desafíos. En vez de
proponer a los electores soluciones viables, se empeñan en insultar y restar méritos a
otros contendientes. Es aburrido y molesto escuchar todos los días la misma cantaleta,
tratando de convencernos de apoyarles con nuestro voto. La política es muy noble,
cuando se desgastan las energías en servir a la comunidad, aunque no se logre un puesto
público. Es importante ser humildes y discretos en lo que hacemos por los demás, sin
publicidad; eso hace nuestra vida exitosa y gratificante, aunque no nos lo reconozcan en
los medios informativos y en las redes de comunicación.
DISCERNIR
Esta tentación la llevamos muy dentro del corazón, como relata el libro del Génesis:
nuestros primeros padres pretendían ser como dioses y se quedaron desnudos, fuera del
paraíso (cf Gén 3,1-24). Jesús venció la tentación que le puso el demonio de arrojarse de
lo más alto del templo de Jerusalén para ser admirado y aparecer triunfante (cf Lc 4,9-12).
Por eso, nos recomienda: “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontrarán descanso para sus vidas” (Mt 11,29). A quienes más critica es a los fariseos,
que vivían de apariencias (cf Mt 23,5-7).
El Papa Francisco, en una de sus catequesis de los miércoles, dijo:
“La vanagloria va de la mano con el demonio de la envidia, y juntos estos dos vicios son
característicos de una persona que aspira a ser el centro del mundo, libre para explotar
todo y a todos, el objeto de toda alabanza y amor. La vanagloria es una autoestima inflada
y sin fundamentos. El vanaglorioso posee un ‘yo’ dominante: carece de empatía y no se da
cuenta de que hay otras personas en el mundo además de él. Sus relaciones son siempre
instrumentales, marcadas por la prepotencia hacia el otro. Su persona, sus logros, sus
éxitos, deben ser mostrados a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención. Y si a
veces no se reconocen sus cualidades, se enfada ferozmente: los demás son injustos, no
comprenden, no están a la altura.
Para curar al vanidoso, los maestros espirituales no sugieren muchos remedios. Porque,
después de todo, el mal de la vanidad tiene su remedio en sí mismo: las alabanzas que el
vanidoso esperaba cosechar en el mundo pronto se volverán contra él. Y ¡cuántas
personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, cayeron más tarde en pecados
de los que pronto se avergonzarían!
La vanagloria se manifiesta como una autoestima desmesurada y sin fundamentos. El que
se vanagloria —el vanidoso, el engreído— es egocéntrico y reclama atención
constantemente. En sus relaciones con los demás no tiene empatía ni los considera como
iguales. Tiende a instrumentalizar todo y a todos para conseguir lo que ambiciona” (28-II-
2024).
ACTUAR
En vez de juzgar y condenar a los demás como si nosotros fuéramos perfectos, hay que ser
humildes para reconocer, sí, lo bueno que hemos logrado y darle gracias a Dios, de quien
todo bien procede; pero también pedir perdón por nuestros errores y pecados, sobre todo
por creernos más que los otros. Hay que poner a disposición de la familia y de la
comunidad nuestros dones y aprender siempre de la Palabra de Dios el mejor camino de
vida, que es el amor al Señor y al prójimo. Eso es lo que más nos hace valer.