Felicidad perdurable
Cuando tenía 16 años, cierto día dije a mis papás y a mis hermanos que les tenía una noticia. Todos pensaron: “Ésta ya está embarazada”. El desconcierto fue más cuando les informé que me iba al monasterio.Soy la hermana Ana Belén del Niño Jesús, tengo 28 de edad, pertenezco a la Orden del Santísimo Salvador […]
Cuando tenía 16 años, cierto día dije a mis papás y a mis hermanos que les tenía una noticia. Todos pensaron: “Ésta ya está embarazada”. El desconcierto fue más cuando les informé que me iba al monasterio.
Soy la hermana Ana Belén del Niño Jesús, tengo 28 de edad, pertenezco a la Orden del Santísimo Salvador y Santa Brígida, y llevo 12 años dentro del monasterio. Nací en una familia católica. Tengo 8 hermanos: 7 hombres y una mujer. Íbamos con mis padres a Misa porque así era la costumbre. Como la situación de mi familia era precaria, comencé a trabajar a los 12 años, al tiempo que seguía estudiando.
Al conocer gente, me rebelé y dejé de ir a la Iglesia. Tenía novio y me gustaban mucho las fiestas. Pero un día, a mis 15 de edad, me fui de pinta con mis amigos, estuvimos en una fiesta y comencé a sentir que todo era un sinsentido: el beber y el bailar ofrecía una felicidad pasajera. Mientras yo lo que deseaba era de una felicidad perdurable. Así que me propuse cambiar de vida.
Regresé a la Iglesia y me metí a un grupo de jóvenes. Ahora no iba obligada a la Iglesia, pero tampoco estaba convencida de muchas cosas. Fue entonces que participamos con jóvenes de todo México en un encuentro vocacional. Y en ese encuentro había un chico que me llamaba mucho la atención.
Cuando preguntaron si alguien se sentía llamado a seguir a Jesús, experimenté algo que no se puede explicar con palabras. Volteaba a ver a aquel chicho y luego al crucifijo.
Otra vez al chico y nuevamente al crucifijo. No sabía qué elegir. Fui entonces con el obispo a que me diera la bendición. Al otro día, regresé al lugar. Me preguntaron si quería consagrar mi vida, y volví a sentir esa emoción tan grande. Dije que sí y elegí a las hermanas brígidas. Por la noche se lo informé a mis padres y hermanos. Al otro día tempranito fui a renunciar a la escuela y al trabajo, y las hermanas llegaron por mí.
Anteriormente, mucho tiempo conviví con jóvenes, intenté ayudarlos y no lo logré. Cuando comencé a orar por ellos, confirmé mi llamado a la vida contemplativa.
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