La promesa del Espíritu Santo
En el Evangelio escuchamos una promesa que sigue vigente hasta nuestros días: “No los dejaré solos...”
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Evangelio (Jn 14, 15-21)
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Si me aman, cumplirán mis mandamientos; yo le rogaré al Padre y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, sí lo conocen, porque habita entre ustedes y estará en ustedes.
No los dejaré desamparados, sino que volveré a ustedes. Dentro de poco, el mundo no me verá más, pero ustedes sí me verán, porque yo permanezco vivo y ustedes también vivirán. En aquel día entenderán que yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes.
El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama. Al que me ama a mí, lo amará mi Padre, yo también lo amaré y me manifestaré a él”.
No dejemos que el miedo nos llene de inquietud
El contexto del Evangelio de este Domingo, es dentro de la última Cena del Señor, aquella sección que también se le conoce como la oración sacerdotal, que comienza en el capítulo 13 y que inicia afirmando que “antes de la fiesta de Pascua, sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre; Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el extremo”. (Jn. 13,1).
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Dentro de éste “amarles hasta el extremo”, les da aquella gran lección que hasta la fecha celebramos como “institución de la Eucaristía” o comúnmente conocida como el “lavatorio de pies”, porque Jesús aprovecha ese gesto que hacían los esclavos o servidores, para enseñarles a sus discípulos, que la forma de amor más grande a otra persona es lo que podemos hacer por ellos, sin esperar nada a cambio. Es lo que Él mismo hará, entregar su vida por amor, sin esperar nada a cambio.
Una promesa encontramos en el capítulo 14 y que hemos escuchado en este domingo; es dentro de la misma Cena, donde les promete que no los dejará solos, en la orfandad, porque Él pedirá al Padre que envíe otro Paráclito (intercesor), “para que permanezca con ustedes siempre” (v. 16).
Cuando se inician las clases y un padre o madre lleva por primera vez a un hijo a la escuela, en algunas situaciones, acontece un verdadero drama: el niño o niña, pide gritando que no le deje, que no se vaya; obviamente hay todo una explicación psicológica y conductual al respecto, pero utilizo este ejemplo para evidenciar que, ante experiencias nuevas o desconocidas, muchas veces nuestra reacción es de rechazo y llanto, procurándonos aferrar a lo único que tenemos por seguro.
Claro que, con el tiempo, todo eso cambiará, quienes lloraban amargamente en los primeros años de formación, muchas veces se convierten en personas que hacen la escuela una segunda casa y encuentran en sus compañeros amigos una relación casi de hermanos.
Uniendo estos relatos con la situación que ahora estamos viviendo, tal vez las noticias y el contagio del COVID-19 nos den mucho miedo; las cifras de contagio y decesos, las medidas de sana distancia, el cierre de tantos comercios, incluso la pérdida del trabajo, podría parecerse al día que comenzábamos la escuela, que nos llenaba de temor. Sin embargo, en el Evangelio escuchamos una promesa que sigue vigente hasta nuestros días: “No los dejaré solos… pediré al Padre que les mande otro Paráclito (intercesor) para que permanezca siempre con ustedes”. Así con la compañía del Espíritu Santo, a punto de celebrar Pentecostés, no dejemos que el miedo o la desesperanza llenen con inquietud estos días de nuestra vida.