Con Jesús, somos agentes multiplicadores del bien
Cuando dejamos a Jesús entrar a nuestra casa, Él nos enseña a ser familia, espacio acogedor y comunidad de salvación.
Curación de la suegra de Pedro
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y enseguida le avisaron a Jesús. Él se le acercó, y tomándola de la mano, la levantó. En ese momento se le quitó la fiebre y se puso a servirles. Al atardecer, cuando el sol se ponía, le llevaron a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios, pero no dejó que los demonios hablaran, porque sabían quién era él. De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar. Simón y sus compañeros lo fueron a buscar, y al encontrado, le dijeron: “Todos te andan buscando”. Él les dijo: “Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido”. Y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios. (Mc 1,29-39)
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Comentario al Evangelio
Entre su presencia en la sinagoga y su retiro a un lugar solitario, encontramos a Jesús en la casa de Simón y de Andrés. Casa familiar. Donde los hermanos conviven. Donde se puede enfermar alguien; en este caso, la suegra de Simón. Donde las puertas pueden abrirse para recibir a los que necesitan el consuelo y la fuerza curativa del Señor, que incluso se apiñan esperando poder entrar.
Un sencillo gesto de Jesús realiza toda expectativa. Una vez que le han avisado que la mujer está enferma, Él se le acerca, la toma de la mano y la levanta. Como una síntesis de la historia de la salvación, reconocemos el acercamiento de Dios al ser humano necesitado, su solicitud ante nuestras miserias y postraciones, el contacto directo con el que nos alcanza y, finalmente, el restablecimiento de la salud.
Dicha curación es un signo del cariño de Dios y señala el camino de la plenitud humana. Que, sin duda, no ignora el bienestar corporal. Pero que, en su dimensión más profunda, es el tacto mismo con el que Dios llega hasta nosotros, dándonos la oportunidad de acogerlo. La provocación a la hospitalidad y al servicio. Ella, en efecto, apenas se vio libre de la fiebre, se puso a servirles.
La sinagoga era un lugar santo. Donde se escuchaba la Palabra de Dios. Donde se reconocía su vigencia para el pueblo elegido. El lugar solitario al que Jesús se dirigió después también se convertía en un espacio sagrado, pues ahí se verificaba la intimidad entre Jesús y su Padre, culto impecable de un corazón humano a la gloria divina. La familiaridad de la casa no prescinde de esta misma categoría. Es también lugar de Dios. De su acción en el amor y el apoyo mutuo. No hay ociosidad para el bien. Todos los que ahí se encuentran son protagonistas de una bendición. Cada uno es una bendición para los demás. Cada uno aporta, desde su propio ser, la bondad que se multiplica en el sostenimiento compartido.
Jesús viene a levantarnos de la postración indiferente y descuidada, de las fiebres que nos hacen romper con los demás, para habilitarnos al servicio. Nos hace el bien para hacernos a nosotros mismos capaces de bien. Agentes multiplicadores de su propio bien. El bien que realizamos en el servicio de unos para con otros es de igual modo acto agradable a Dios, consagración de nuestros sitios y participación en la alabanza.
Entrando a nuestra casa, Jesús nos enseña a ser familia, espacio acogedor y comunidad de salvación. La Iglesia se edifica desde los lazos de afecto y apoyo que ocurren en casa. Jesús hace de nuestra casa templo vivo por el amor, el respeto y el auxilio mutuo.
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