Hemos repetido hasta el cansancio la contundente verdad del cambio de época para explicarnos las transformaciones que se han operado en la realidad y que lleva a los adultos a no hallarnos del todo en este mundo que antes nos era familiar.
El documento conclusivo de la V Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (Aparecida, 2007), explica de manera magistral las manifestaciones más relevantes del llamado cambio de época: del proceso histórico que comenzó a visibilizarse en la década de los 80 del siglo XX.
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Pero explicar un contexto histórico cultural que nos enmarca desde hace casi 40 años, no es suficiente para responder a los retos que nos va presentando de manera acelerada la realidad y que debiéramos tomar en serio si no queremos quedar reducidos a la incomunicación y a la irrelevancia como mujeres y hombres de este tiempo y de esta iglesia.
Tomemos el caso de los jóvenes en México que es el tema que nos ocupa. Las nuevas generaciones se enfrentan a:
En el caso específico de los católicos practicantes, el contexto no difiere del todo: rechazan las formas tradicionales de creer y de manifestar la fe, no encuentran sentido en la ritualidad de siempre, huyen de la doctrina y de los preceptos; desconfían de los maestros y suelen organizarse de manera horizontal a partir de un objetivo social que dé sentido a sus vidas.
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Más allá de las políticas públicas que no pueden obviarse, habría que contemplar otras formas de educación de calidad, no formal. Menciono únicamente como ejemplo, las escuelas de artes y oficios, que en distintos momentos de la historia del país, contribuyeron a aminorar las desigualdades y exclusiones sociales.
Pero el reto más importante para las familias y la iglesia creo que está en entender que en efecto, “estos jóvenes ya no son los de antes”, y no descalificarlos por ello. Toca apoyarlos aún más, en este horizonte de creciente precariedad; escucharlos para conocerlos, dialogar con ellos para establecer nuevos acuerdos de convivencia y de pertenencia, razonados y razonables.
Promover sin entrometernos, sus iniciativas sociales, siempre horizontales, en favor de una mejor realidad y una iglesia más creíble. Ser para ellos los testigos que necesitan y no sólo los maestros que creemos ser.
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