Hay quienes aman el pasado, pero sólo en calidad de historiadores. Aman el pasado en general, es decir, el pasado de los otros, pero el pasado propio, el pasado personal, no lo aman.

Sin embargo, es preciso amar también el propio pasado en lo que éste tiene de luminoso, de oscuro y aun de terrorífico. Para mí, al menos, amar el pasado propio es síntoma claro de equilibrio espiritual.

He conocido personas que dicen:

-¡Ah! ¡Si hubiese tenido otros padres, otros hermanos, otra educación!

Pero si hubiesen tenido todo eso, ¿qué? Los que así hablan no deberían hacerse muchas ilusiones: si hubieran tenido lo que ahora reclaman a la vida, quizá en estos momentos estarían mucho peor de lo que están. ¿Cómo saberlo? Después de todo, es posible.

-¡Si mi pasado hubiese sido distinto! Hay hijos cuyos padres fueron cariñosos, cálidos, acogedores, generosos. ¡En cambio yo! Esos hijos, hoy, son muy afortunados, triunfadores, exitosos. Mi padre, en cambio, fue de aquellos que utilizaban la vara, y mi madre lo dejaba hacer. Por eso soy ahora un individuo traumado y huraño. Reproduzco, pues, los moldes que me dieron forma, repito lo que aprendí.

¿Cómo no dar importancia a estas palabras? Y, sin embargo, existen para todo hombre dos caminos abiertos: o aceptar el pasado como fue, o vivir lamentándose por lo que no fue.

“¡Oh, las infancias felices!”. El que así gime no sabe lo que dice. No existen infancias felices, sino solamente infancias idealizadas. El niño sufre tanto como el adulto, o acaso más, y quien lea, por ejemplo, las novelas de François Mauriac podrá darse cuenta de ello.

Yo, por lo que a mí toca, he decidido una cosa: aceptar mi pasado. Lo acepto con todas las lágrimas que derramé y con todos los miedos que padecí; lo acepto con sus momentos luminosos y, también, con sus horas de tinieblas. Acepto igualmente mi presente con sus días nublados y sus noches de tormenta, con su calor y su frío. Lo amo todo.

“Si echara sobre mi vida una mirada retrospectiva –escribió el famoso psicoanalista austríaco Wilhelm Stekel (1868-1940) al comienzo de su libro La voluntad de vivir-, podría confesar honradamente que no desearía haberla vivido de otro modo. Si volviera a nacer, cometería seguramente las mismas faltas, incurriría en las mismas tonterías y padecería los mismos dolores. Amo todo aquello que encierra mi vida: el trabajo, el ocio, la vigilia, el reposo, la tortura de la creación propia y el poder deleitarme en la ajena, el ambular por los lejanos valles escondidos en las montañas y pasear por los pequeños jardines de las grandes ciudades, lo terreno y lo sublime, las alturas y las profundidades. Sé bien que sólo podré obtener de la vida la millonésima fracción de la millonésima parte de su infinita riqueza. Esta mínima partícula es tan infinitamente rica por sí sola que por ella vale la pena vivir y haber vivido”.

Es verdad: si yo hubiese nacido en otro lugar, acaso habría tenido unas oportunidades académicas que, a estas alturas de mi existencia, me serán negadas para siempre; que si de joven hubiese tenido la ventaja de estudiar en un país extranjero, mi presente sería distinto… ¡Pero no quiero que mi presente sea distinto! Lo acepto como es y no como creo que debió de haber sido.

Mi presente sería distinto, he dicho. Sí, pero ¿sería mejor? Más vale, entonces, que me deje de cosas; que me dedique pensar menos en lo que fue y me entregue a vivir intensamente lo que me resta de vida. ¿A qué lamentarme? ¿Qué gano con ello?

Hace algunos años, el Papa Francisco redactó para sí mismo una especie de credo personal cuyos artículos, por así llamarlos, he decidido apropiarme:

Quiero creer en Dios Padre, que me ama como un hijo, y en Jesús, el Señor, que me infundió su Espíritu para hacerme sonreír y llevarme así al Reino eterno de la vida.

Creo en la Iglesia.

Creo en la historia de mi vida, que fue traspasada por la mirada de amor de Dios…

Creo que los demás son buenos y que debo amarlos sin temor y sin traicionarlos nunca buscando una seguridad para mí.

Creo que quiero amar mucho.

Creo que la muerte cotidiana, quemante, a la que huyo, pero que me sonríe invitándome a aceptarla.

Creo en la paciencia de Dios, acogedora, buena, como una noche de verano.

Creo que papá está en el cielo, junto al Señor.

Creo en María, mi madre, que me ama y nunca me dejará solo.

Y espero en la sorpresa de cada día en que se manifestará el amor, la fuerza, la traición, el pecado, que me acompañarán siempre hasta el encuentro definitivo con ese Rostro maravilloso que no sé cómo es, pero que quiero conocer y amar. Amén.

 Sí, es preciso, es necesario creer en la historia de nuestra vida. Aceptarla, si no con alegría, por lo menos con humildad. Dios permitió que pasara lo que pasó. Y creo que fue para que luego pueda acontecer, a raíz de eso, algo grande, inaudito. ¿Qué? No lo sé, pero lo espero. Dios no es de los que defrauda a los que esperan de Él todas las cosas.

Quiero amarlo todo. Mi pasado, mi presente y mi futuro con lo que tiene de incierto. Pero, sobre todo, mi pasado, que es como la valija con que recorro los largos –y a menudo áridos, tortuosos- caminos de esta vida.

P. Juan Jesús Priego

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