-Y ahora –dijo mi padre, ajustándose los lentes- voy a contarles una historia que espero, hijos, no caiga en oídos sordos. Es, por lo demás, una historia verdadera…
Los cinco hijos nos acomodamos en nuestras sillas. Siempre que papá contaba una historia, nuestra primera y más espontánea reacción era contener el aliento.
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-Hubo una vez en mi pueblo, hace muchos, muchos años, un hombre malo como pocos los ha habido. Todo lo arreglaba a golpes de pistola. Su cara era seria, grave, y su cuerpo fuerte. No había tenido más que un hijo, pero acumulaba dinero y tierras como si tuviera que mantener cien. Casi todos los campos de los alrededores eran suyos, y las casas también. ¡Era inmensamente rico e inmensamente avaro! Acumulaba tantos billetes que, todos los domingos, hacia el mediodía, sacaba a orearlos en un catre para que no se le enmohecieran. Y ahí se estaba durante horas y horas, cuidándolos, sentado en una silla de madera. Yo llegué a ver, cuando era niño, desde un pretil, aquellos billetes que formaban un tapete espeso a cuyo flanco estaba siempre él, protegiéndolos de los vientos.
“Cuando le gustaba una propiedad, ya fuese ésta un rancho, o una casa vieja, o un terreno por el que pasaba el río, iba a buscar a su dueño y le decía, mientras con discreción acariciaba la pistola que llevaba en bandolera:
“-Véndemelo, Crispín. Véndeme tu rancho.
“-No puedo, don Trinidad. ¡Verdad de Dios que no puedo! Es la herencia de mi padre, a quien Dios tenga en su gloria.
“-Bueno, ya que te obstinas, te diré una cosa: o te lo compro a ti o se lo compro a tu viuda.
“A más de una viuda compró don Trinidad los ranchos que quería. Y así fue como se convirtió en el hombre más rico de aquel lugar.
Mi padre hizo una pausa para dar un sorbo a su café. En realidad, aquel largo silencio obedecía a un fin retórico: darnos tiempo para asimilar cuanto acababa de decirnos y azuzar nuestro interés, haciendo que le preguntáramos:
-¿Y luego?
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Entonces, continuó así:
-¿Y luego? Pues ya les dije que don Trinidad tenía un hijo. Ese hijo se llamaba Honorio y era como el negativo de su padre, o sea, todo lo contrario. Si éste era bravo, aquel era manso; si éste era astuto, aquel era menso, y tímido, y acomplejado; tartamudeaba mucho al hablar y vivía siempre, como se dice allá, bajo las faldas de su madre.
“Cuando estaba por morirse, don Trinidad, presintiendo que le llegaba su hora, mandó llamar a su hijo Honorio y desde la cama le dijo:
“-Como ves, estoy por morirme… ¡No llores! ¿Cuándo te enseñé a llorar? En vez de gemir como una niña, escúchame con atención. Hijo, te lo dejo todo. Todo lo mío, a partir de ahora, será tuyo. Disfrútalo. Gástalo. Date a la gran vida. Diviértete. Te dejo lo suficiente para que tú, y tus hijos, y tus nietos, y hasta tus bisnietos vivan sin preocupación alguna. Sólo te pido una cosa, hijo mío, y más que pedírtela, te la ordeno: no hagas nunca ningún tipo de negocio. Tú no necesitas hacer negocios porque no sirves para eso. Todo mundo tratará de quitarte lo que te dejo: ¡no lo permitas! Gasta cuanto quieras, pero no inviertas…
“Pasado algún tiempo, cuando don Trinidad estaba ya a muchos metros bajo tierra, llegaron al pueblo unos hombres para decirle a Honorio, que aún era joven:
-Don Honorio: ¿quiere usted hacer un buen negocio? Entonces sembremos tabaco. El tabaco es el oro de nuestros tiempos. Unos gringos de Virginia andan comprando todo el tabaco que queramos venderles, lo pagan en efectivo y además en dólares. ¿Qué le parece a usted? La inversión será fuerte al principio, pero al final verá cuánto gana.
“Honorio invirtió, pues, parte de su fortuna en sembrar tabaco, pero a causa de unas heladas imprevistas el tabaco no se dio.
“-Don Honorio –le dijeron otros- ¿Quién diablos le aconsejó a usted sembrar tabaco? ¡Lo que usted hizo fue una tontería! Pero no todo está perdido. Si usted quiere recuperar lo perdido, no le queda más que un camino: sembrar papaya. ¡Ah, si usted sembrara papaya no sabe lo bien que le iría!…
“Pero lo de la papaya tampoco funcionó. Como tampoco funcionó después lo del tomate, ni lo del chile, ni lo de las calabazas. Al final, don Honorio acabó con todo. Cuando yo lo conocí –dijo mi padre- era un viejecito que no ladraba porque no era perro. Murió pobre, pobre. Creo que hasta lo enterraron en un petate porque no hubo dinero para comprarle un ataúd”.
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Los cinco hijos temblábamos de ira, pero sobre todo de lástima. ¿Cómo había podido ocurrir semejante desgracia? Si don Trinidad le había pedido que no hiciera ningún tipo de negocios, ¿por qué le había desobedecido?
Entonces mi padre, mirándonos severamente, concluyó así su historia:
-A quien Dios quiere castigar por sus tropelías, les da hijos como éste… ¡Silencio! Ya sé que me dirán que no es justo, puesto que Honorio no tenía la culpa de nada, y, sin embargo, así es como obra la justicia divina. Al que hizo dinero injustamente, Dios se lo cobrará más tarde en sus hijos. Por eso, cuando les llegue la hora, sean ustedes buenos padres: honrados y justos. Eso es lo que quiero ser yo, para que luego Dios no me golpee donde más me duele. ¿Comprenden lo que les quiero decir?
Sí, habíamos comprendido…
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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