Quien hojea el Misal o ve un calendario católico, descubre que el 12 de septiembre la Iglesia celebra el ‘Santísimo Nombre de María’, y tal vez se pregunte: ¿por qué celebrar el nombre de María?, ¿qué significa eso?, ¿a poco festejamos una palabra?, ¿un sustantivo?
Para responder a esta duda, lo primero es recordar que en la Biblia se da gran importancia al nombre. Se le considera mucho más que la simple manera de llamar a alguien. Dios pide a Adán que le ponga nombre a los animales para que los domine (ver Gen 2, 19); cuando Moisés le pregunta Su nombre a Dios, Él no se lo revela, le da, en cambio, el misterioso: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14). El pueblo judío no se atrevía a decir el nombre de Yahveh, lo representaba sin vocales, para que nadie pudiera pronunciarlo.
Cuando Dios daba a alguien una misión especial, le cambiaba el nombre por otro que expresara el sentido de esa nueva misión (por ejemplo: Abram cambió a Abraham (ver Gen 17,5); Jacob a Israel (ver Gen 35, 10); Simón a Pedro (ver Mt 16, 18; Mc 3,16).
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica que “el nombre…es sagrado…es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad de quien lo lleva.” (C.E.C. #2158-2159).
En el Evangelio de san Lucas se nos dice que el nombre de la Madre de Jesús era María (ver Lc 1, 27), y según san Luis María Grignion de Montfort, el nombre significa: ‘Señora de la luz’, porque Ella es como la luna, que refleja la luz de su Hijo, que es como el sol (ver Lc 1, 78-79).
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Celebrar el Santísimo nombre de María, es, ante todo, reconocer la santidad del nombre de la Madre de Dios. Es también una invitación a reconocer y agradecer los incontables beneficios y bendiciones que recibimos invocando su nombre.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles, dice que se reunían con la Madre de Jesús a orar (ver Hch 1, 14). Cabe imaginar que nadie rehusaría una invitación que incluía la mención del nombre de María, saber que Ella estaría en la reunión de oración, sin duda los atraía irresistiblemente. Ella contribuyó a mantener unida a la primera comunidad cristiana y sigue siendo un importante factor de unidad en la Iglesia Católica. Sucede como en una familia, cuando la mamá reúne a sus hijos en su casa, éstos hacen el esfuerzo de comprenderse, tolerarse, perdonarse. Si ella llegara a faltar, los hermanos se separan y se vuelven a separar, como sucede con los protestantes.
Los Evangelios hablan poco de María, pero lo que dicen acerca de Ella basta para saber que es nuestro modelo a seguir para crecer en fe, humildad, aceptación a la voluntad de Dios, fortaleza, caridad, perseverancia y esperanza.
Los Evangelios registran pocas palabras de María, pero bastan para que podamos aprender de Ella a decirle siempre ‘sí’ a Dios (ver Lc 1, 38), a hacer lo que Él nos diga (ver Jn 2, 5), enseñanzas fundamentales para nuestra vida.
Cuando Jesús estaba en la cruz, encomendó a Su Madre al discípulo amado (ver Jn 19, 25-27), y en él, a todos nosotros. Desde entonces contamos con una Madre amorosa en el cielo, a la cual acudir siempre para recibir ayuda y consuelo.
María, que compartió nuestra condición humana, nos conoce y nos ama, sabe lo que necesitamos e intercede por nosotros ante Su Hijo, como hizo en la boda de Caná (ver Jn 2, 3).
Después del Santísimo nombre de Jesús, no hay nombre más sagrado que el de María. Invocarlo es pedir la ayuda de la Madre de Dios, a la que Él no le niega nada.
Al nombre de María huye el demonio (lo afirman los exorcistas), se consigue superar el temor, soportar el dolor, olvidar la tristeza, evadir la desesperación, combatir el pecado, vencer cualquier tentación y encaminarnos seguros, de su mano, al encuentro del Señor. Es de grandísima ayuda para nuestro bienestar espiritual y nuestra salvación, tener siempre el Santísimo y dulce nombre de María en nuestros labios y en nuestro corazón.
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