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4 agosto, 2025

Por: Joseph Olloqui es colaborador de la fundación IGMA

Cuántas veces te has preguntado ¿cómo es la vida de mi sacerdote? ¿que será del sacerdote que se retiró de mi parroquia? ¿Dónde vive? ¿Qué hace?

Sin ir más lejos, al sacerdote que ves todos los domingos le has preguntado “¿necesita algo?”

Desde hace muchos años he tenido la oportunidad de convivir con muchos de ellos y de caminar con muchos otros, he aprendido a verlos como personas normales, como tú y como yo, a verlos como amigos, como ejemplo y con ternura. Me han visto feliz, contento, enojado y también preocupado.

Por esta razón, para mí, el cuidar de los sacerdotes, principalmente de los mayores, ha sido un apostolado y una oportunidad maravillosa, el poder estar presente, ayudar, escuchar, convivir y poder dignificar la última etapa de su vida me ha llenado maravillosamente.

Ellos son otro Cristo en la tierra. Ha sido una forma de corresponder a todo lo que ellos nos han dado a lo largo de nuestra vida sin olvidar que han estado presentes en momentos muy importantes y significativos como los sacramentos, brindándonos consejos, dirección espiritual, la reconciliación, entre otras cosas.

Creo firmemente que es responsabilidad de cada uno de nosotros ver por nuestro sacerdote, sobre todo en su etapa de retiro. Ellos dieron una vida de servicio por nosotros y nos necesitan. Al final de su camino muchas veces se encuentran solos, muchos de ellos ya no tienen familiares y si los tienen podría ser prácticamente un extraño porque se dedicaron a servir y eso hizo que hubiera una distancia.

Por eso, nosotros como parte del cuerpo místico de Cristo, tenemos un papel y una función fundamental: debemos pensar que aunque estén en una etapa de retiro, el oxígeno que los mantiene vivos es poder continuar sirviendo aun con sus limitaciones.

Por ejemplo, el padre Alfonso, a sus 90 años, se levanta feliz para que lo recojan e ir a colaborar con confesiones y dirección espiritual; el padre Porfirio Chimal a sus 96 años celebra misa y predica de una forma maravillosa, para que posteriormente nos sentemos a comer, platicar y reír de cualquier ocurrencia que surge en la mesa, jugar dominó, hacer ejercicio y terapia para que se mantengan activos.

También tengo presente el escuchar música italiana con el Padre José Medina de 86 años y sus palabras “ay mi hijito, si nos vieran, cállate los ojos que bien nos la pasamos”. Que me pregunten por mis papás y me digan “a ver cuándo los traes a la casa”.

Todos ellos son parte de mi familia y sé que para ellos también lo soy, me quieren y los quiero aunque a veces los regañe para que se tomen sus medicinas.

A muchos otros los he visto partir. A ellos les digo los graduados, que estoy seguro gozan ya de la gracia de estar con nuestro Señor. Unos me han dicho: “creo que ya me toca entregar el equipo”, otros me pidieron rezar juntos la Coronilla de la Misericordia porque sentían que el Señor ya los estaba llamando.

Así se acumulan las anécdotas. Hay una que me encanta: el padre Alberto Fonseca un día me mandó llamar a su cuarto, tenía 94 años en ese momento, y me dijo, “Joseph, soñé que tú y yo nos íbamos a ver al estadio a jugar al Toluca y luego por unas tortas de chorizo”. Y fue maravilloso poderle cumplir ese sueño un par de semanas después. Justo lo habíamos operado de cataratas y cuando llegamos al estadio me dice, “veo la cara de todos los jugadores, mira ese es el portero Talavera”.

Gracias a mi participación en la Fundación IGMA tengo la oportunidad de convivir con más de 60 sacerdotes retirados, y a mí me encanta poder estar cerca de ellos y retribuirles de alguna forma todo lo que nos han dado. Gracias a Dios por el Sacerdocio de mis hermanos.



Autor

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