El pasado 10 de junio un juez federal decretó la suspensión de las corridas de toros en la Plaza México por tiempo indefinido. Grupos como Tauromaquia Mexicana –asociación civil conformada por empresarios, ganaderos, veterinarios, toreros y aficionados– y las empresas taurinas que organizan las corridas preparan la defensa de una fiesta que ha sido tradición de 500 años en México.
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Mientras que el coso capitalino cierra sus puertas para los aficionados, al menos quince lugares –entre clínicas y hospitales– continúan realizando abortos legales a las mujeres que lo demanden. Se ha cerrado la plaza de toros más grande del mundo -lugar del sacrificio de animales– y se han multiplicado las plazas donde son sacrificados seres humanos inocentes.
Se calcula que durante 76 años –desde su inauguración en el año 1946–, la Plaza México ha visto morir alrededor de siete mil cabezas de ganado bravo; en cambio desde que se despenalizó el aborto en la Ciudad de México, hace 15 años, alrededor de 250 mil vidas humanas han sido sacrificadas.
El dato comparativo de cantidades de muertes de animales y de personas no nacidas lo pongo en la mesa para aquellas personas que consideran que las vidas humanas y las de los animales tienen el mismo valor. Si esas personas que son tan sensibles al bienestar animal fueran más sensatos –abortistas y animalistas– se horrorizarían de la diferencia de la cifra. Pero no es así. A ellos les duele más el sacrificio de un animal que el de un ser de su propia raza. Y les duele porque tienen un concepto muy bajo de sí mismos, tan bajo que consideran a los animales como seres iguales o superiores al hombre.
En realidad no podemos equiparar aborto de seres humanos con sacrificios de animales. Hay un abismo de diferencia entre sacrificar un toro y dar muerte a un ser humano. Por más cabezas de ganado que sean, nunca valdrán juntas lo que una sola vida humana. La vida animal es sólo vida sensitiva. La vida humana, en cambio, es vida sensitiva pero, sobre todo, espiritual.
Es la espiritualidad o racionalidad la que hace que la vida del hombre tenga un valor incomparable. Su apertura a la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza y, más allá, la búsqueda de Dios como la Fuente de estos valores, hace que la vida humana tenga un valor absoluto, bastante por encima de la de los animales.
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Desde el punto de vista ecológico y del cuidado de la creación, la decisión de cerrar la Plaza México no fue una decisión inteligente. Prohibir es una manera de acabar con una raza de ganado bovino del todo especial que, gracias a los encastes –el cuidado y a las cruzas que hacen los ganaderos–, se ha preservado durante siglos. El toro bravo, uno de los animales más bellos del mundo, preserva los ecosistemas en los que es criado y su supervivencia en el planeta se debe solamente a los espectáculos taurinos. Si estos dejaran de existir, nadie se interesaría en criar toros bravos con otro objetivo que no fuera su combate en los ruedos. Acabar con las corridas es meter el verdadero estoque al toro de lidia, es condenarlo a su extinción. Podría suceder lo que con la prohibición de animales en los circos, que por querer salvarlos, los dejaron morir.
En la historia de la Iglesia las corridas de toros han sido tema de controversia. Se dice que el papa Alejandro VI –de sangre española– introdujo la tauromaquia en Italia y Julio II era buen aficionado. En su Historia de los Papas, Ludivico Pastor afirma que el lunes de Carnaval de 1519 se celebró una gran corrida de toros en la plaza de san Pedro, en la que estuvo presente León X. Sin embargo en 1567 el papa san Pío V, con la bula “De salute Gregis”, decretó la prohibición a los cristianos de asistir a las corridas de toros bajo pena de excomunión, castigo que fue abolido por su sucesor Gregorio XIII. La bula de san Pío V nunca se publicó en España y en la segunda mitad del siglo XVI ya las corridas de toros se celebraban en México donde los indios eran buenos aficionados. El Tercer Concilio Mexicano debatió las prohibiciones sobre los toros, pero la eficacia de estas prohibiciones quedó en papel, como en España.
El punto de controversia en la Iglesia sobre las corridas de toros nunca fue el maltrato animal, sino las numerosas muertes de seres humanos que había en los ruedos. Pío V argumentó la prohibición diciendo que la Iglesia estaba llamada a alejar de los fieles los peligros del alma y del cuerpo. El Concilio de Trento había prohibido los duelos entre cristianos bajo pena de excomunión, justamente por exponer la vida de una manera tan banal. El mismo argumento se utilizó para prohibir los festejos taurinos. Era la vida del hombre la que se defendía y se exaltaba, y no la vida del toro.
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Observa Francis Wolff que, si en aquellos siglos pasados pelear contra un toro degradaba al hombre, hoy en día la crítica es al revés: es el combate del hombre el que degrada al toro. Hoy las condenas de la corrida se hacen en el nombre del respeto a los animales, no en el respeto a la vida humana. La argumentación moral está centrada exclusivamente en el animal. Es lo que se llama “animalismo”.
Dígame usted si no: hoy en día, cuando en España un torero es herido o muerto por un toro en el ruedo, los antitaurinos festejan en las redes sociales como si se tratara de una victoria de su equipo favorito de futbol. Vivimos en un mundo que exalta el valor de los animales mientras que rebaja y degrada la vida de los hombres.
Actualmente no existe una postura oficial de la Iglesia sobre la moralidad de las corridas de toros. Si bien el Catecismo de la Iglesia llama a no maltratar innecesariamente a los animales, los defensores de la tauromaquia afirman que el trato a los animales debe ser según su especie. Hay animales de compañía –las mascotas– que merecen nuestro cariño y cuidado; hay animales de crianza que deben matarse para servir de alimento a los hombres; otros animales deben ser preservados en su hábitat y deben matarse en caso de que sea necesario –pensemos en plagas que desequilibran los ecosistemas–. Y hay animales como el toro de lidia que deben morir en los ruedos respetando su naturaleza brava.
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Depende del cristal con que se miran. Juan Manuel Albendea en su artículo “La Iglesia Católica y los toros” dice: “¿Se puede pensar en cierta malicia intrínseca que tenga el toreo? Quienes opinaban contra las corridas decían que el regocijo del que se sigue tal carnicería y muerte de tantos hombres, es más de gentiles que de cristianos, inhumano es por cierto y diabólico, y se debe desterrar de las repúblicas cristianas. Y quienes defendían la fiesta decían: ciertamente si se asiste a los toros con esa perversa intención de ver heridas y muertes, sería, de verdad, espectáculo de demonios, no de hombres. Pero si se asiste por ver y gozar de la destreza de los toreadores, de la velocidad de las fieras, de la gallardía en el herir de los jinetes, entonces no es espectáculo de demonios sino espectáculo español“.
El juez federal y los antitaurinos prohibicionistas deberían de pensar dos veces antes de querer acabar con un espectáculo que no les gusta –ni tiene por qué gustarles–, pero que tampoco hace daño a nadie. Por querer salvar al toro podrían acabar extinguiéndolo. Es más humano mirar hacia el verdadero holocausto –el crimen del aborto– y horrorizarse por esa sangre que nadie ve, pero que clama al cielo.
Nota: Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan en punto de vista de Desde la fe.
El P. Eduardo Hayen es responsable de la Dimensión de Familia de la Diócesis de Ciudad Juárez y director del semanario Presencia de esa misma Iglesia particular. Síguelo en Twitter @padrehayen
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