A Dios lo llamamos “Padre” porque Él escogió ese nombre para que comprendiéramos el amor que nos tiene. Nuestro padre de la tierra es la primera imagen de paternidad que recibimos y de la cual partimos para poder comprender la paternidad de Dios. Si tenemos un buen papá, la impresión de Dios será buena… pero, ¿y si nuestro padre de la tierra nos falla?
Quizás por eso el “Día de la madre” sea tan importante en México, porque de alguna forma es la mamá de la que recibimos los valores propios del hogar: ternura, seguridad, confianza, estabilidad.
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Ni modo, parece que el hombre mexicano, con su inseparable carga de machismo, no ha sabido ser un padre incondicionalmente responsable, capaz, también, de dar ternura a los hijos.
Hay excepciones y, lo reconocemos con gusto, cada vez son más los papás que saben serlo.
Yo puedo decir: “gracias papá, porque me ayudaste a comprender el amor de mi Padre Dios”. Pero, ¿no es cierto que a muchos hijos les gustaría poder llamar a Dios “mamá”, porque ella ha sabido ser, de mejor manera, una imagen de amor?
La maternidad no es algo meramente biológico. Hay mamás que engendran y dan a luz a un hijo, pero el hijo recibe el amor y el acompañamiento de otra persona, sea quien sea, que en realidad es la verdadera mamá.
¿Por qué la mujer, en relación a sus hijos, es más responsable, más entregada?
Podríamos decir que es el instinto que se manifiesta en la mujer desde la cuna. La mujer ha sido hecha por Dios para ser madre y eso lo lleva hasta la última célula de su ser.
Pero también podemos decir que es la educación que, hasta ahora, ella recibió en su hogar. Nuestra cultura, nuestra tradición, es tener en gran aprecio la maternidad y recibir con amor a los niños en el hogar. ¡Todavía!
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Poco a poco se nos van metiendo otras costumbres de importación, que, en nombre de la liberación de la mujer, van logrando que se desprecie el papel de madre y que se busque más la “realización” de la mujer ¡como si el ser una buena madre no fuera la plenitud del ser mujer!
Pensar que hoy hay madres jóvenes que se avergüenzan de serlo.
Pero hay otras que gozan su maternidad y viven intensamente su propia vida y la de sus hijos.
A ellas les decimos: “gracias, mamá”.
No debería haber “Día de la madre”; el ideal sería poder celebrar el “Día de la paternidad”.
Porque, en el plan de Dios no debería entenderse a la madre sin el padre: ya no son dos, sino una sola persona. Cada niño tiene derecho a su propia madre y a su propio padre.
Y en un mundo en el que la fidelidad matrimonial y la estabilidad familiar están en decadencia, ¡qué suerte poder contar con un hogar donde hay un papá y una mamá que se aman! Eso es un tesoro valiosísimo.
Y un hogar así debe agradecerse a Dios que da la gracia y a los papás, que colaboran con Dios por amor a sus hijos.
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Pero hay familias que no están completas, son familias dolorosamente incompletas: las madres viudas, las madres solteras, las madres abandonadas una vez o varias veces y, algo que a mí me parece sumamente triste, los papás abandonados que son papá y mamá para sus hijos.
Y no olvidemos a las abuelas o a las tías que son las verdaderas madres en ausencia de la madre natural.
Nuestro agradecimiento a esas mamás heroicas que merecen todo el apoyo de los suyos, de la comunidad y de sus propios hijos.
¡Los derechos de los niños! Qué bueno que ya los conocen, pero qué malo el que, en nombre de esos derechos, los hijos vayan perdiendo el aprecio a sus padres.
Queridos hijos, los padres son sagrados, merecen todo nuestro respeto, aún cuando no hayan sabido ganarse nuestro amor.
A ellos les debemos obediencia mientras dependemos de ellos y, después, tenemos la obligación de ver por ellos, darles compañía y cuidarlos en su ancianidad.
Si honramos a nuestros padres, Dios nos bendecirá todos los días de nuestra vida.
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Ser mamá es algo maravilloso, les debemos mucho, pero no se aprovechen de ser mamás y del amor que les tenemos sus hijos.
Respeten a sus hijos y ayúdenlos a crecer y a madurar. No los retengan ni les impidan iniciar su propia familia, lejos de ustedes. No los chantajeen. Corríjanlos, pero ámenlos aunque se equivoquen o se porten mal.
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