El Espíritu Santo es llamado ‘el gran desconocido’. ¿Cómo entenderlo?
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El buen aroma de la unción se extiende, agradable, para nuestro deleite. La Pascua es sellada con el don por antonomasia, el don personal del Espíritu Santo. Si la Palabra es “buena” noticia de salvación, Evangelio, el buen aroma del Espíritu es el que nos concede percibirla con gusto, el único que nos pone a la altura de su novedad y nos convierte en sus proclamadores.
Por eso el Concilio Vaticano II nos enseñó que la Sagrada Escritura debe ser leída con el mismo espíritu que la inspiró (cf. Dei Verbum, n. 12). En realidad, toda la vida cristiana es guiada por ese mismo Espíritu para configurarse con Jesús, el Señor, y toda la actividad de la Iglesia depende en su eficacia de su acción.
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Algunos han considerado al Espíritu Santo el “gran desconocido”. En realidad, Él es “el gran implícito”, porque en ninguna experiencia verdaderamente cristiana está ausente. Es decir, lo conocemos, aún si no siempre somos conscientes de ello. Es tan familiar, tan íntimo, que se parece a nuestra propia profundidad. Aunque no siempre formulemos su presencia, si aclamamos “Padre” a Dios es movidos por el Espíritu Santo (cf. Ga 4,6), de la misma manera que nadie puede confesar a Jesús como “Señor” si no es por el impulso del Espíritu Santo (cf. 1Co 12,3).
Nuestra profesión de fe, pues, en la persona del Padre y en la persona del Hijo, depende de la acción del Espíritu en nosotros. La Iglesia aprendió, también, que el Espíritu Santo no es sólo quien nos mueve a la adoración de Dios, sino que él mismo es adorado y glorificado.
Así lo supo exponer el I Concilio de Constantinopla, en el año 381, asumiendo la enseñanza de los grandes Padres capadocios Basilio Magno, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, como lo recitamos en su Credo: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de Vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.
Con esta fórmula se logró expresar la idéntica condición divina del Espíritu Santo, por ello llamado “Señor”, cuya obra consiste en otorgarnos la vida divina que Él mismo posee como Espíritu del Padre y del Hijo. Él es “el que procede” (cf. Jn 15,26) del Padre y es enviado por el Hijo para cumplir en nosotros la obra de salvación ya realizada por nuestro Señor Jesucristo. Por otra parte, al señalar que habló por los profetas, se reconoce la acción que ya llevaba a cabo desde el Antiguo Testamento, más aún, su presencia desde la Creación, que apuntaba a la plenitud de Cristo.
La riqueza simbólica que se ha empleado para presentarlo se encuentra ya en la Sagrada Escritura: es hálito divino, paloma, agua, fuego, nube… Y esto mismo ha dado pie a que su misterio se dibuje en múltiples imágenes, como las que aparecen en los textos litúrgicos, particularmente en la Secuencia: padre de los pobres, dador de Su acción en la vida del cristiano ha sido elocuentemente descrita por san Pablo, especialmente en el capítulo 8 de la Carta a los Romanos. Vivir en el Espíritu es posible porque el Espíritu mora en nosotros. Su acción se establece en lo más hondo de nuestro propio ser, y por Él se lleva a cabo nuestra condición de hijos de Dios, en la cual tenemos la libertad. Él es quien nos mueve interiormente en la oración, con gemidos que nos orientan hacia la salvación. Este impulso, en realidad, se extiende a todo el universo, que de igual manera tiende a la plena manifestación de Dios en nosotros.
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Por otra parte, también al Espíritu se le reconoce como principio de la comunión en la Iglesia y de su fecundidad apostólica y misionera. A Él se debe la riqueza de los dones espirituales, pero también su integración en el único cuerpo de Cristo. “Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo” (1Co 12,4).
La culminación de la Pascua es un tiempo oportuno para renovar la catequesis sobre el Espíritu Santo, pero sobre todo para acoger la frescura de su testimonio en lo más profundo de nuestra propia humanidad, como una experiencia vital.
Conocerlo no es tanto repetir las convicciones de la fe en Él, sino abrirle el dinamismo de nuestro propio espíritu para que no deje de actuar en nosotros.
Lo invocamos en la oración, para que la obra divina se realice. Así lo apuntaba san Juan Pablo II: “La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría ‘que nadie podrá quitar’, la alegría que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios que es amor; pide ‘justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo’ en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios (Dominum et Vivificantem, n. 67).
Esta alegría espiritual es el buen aroma que podemos extender todos los cristianos como testimonio de fe. Como dice el Papa Francisco: “Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios.
El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia, en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios” (Evangelii Gaudium, n. 259). Es decir, una vida dócil al Espíritu Santo.