Pedir la intercesión de los santos es una de las prácticas más extendidas entre los católicos. Foto: Luis Aldana/DLF
Pedir la intercesión de los santos es una de las prácticas más extendidas entre los católicos. Desde San Judas Tadeo hasta Santa Teresita del Niño Jesús, millones de fieles se encomiendan a ellos con la confianza de que ellos pueden interceder por nosotros ante Dios. Pero, ¿cuál es la forma correcta de hacerlo? ¿Y cómo evitar caer en supersticiones que desvirtúan esta tradición de la Iglesia?
El padre Andrés Esteban López, sacerdote de la Pastoral de la Consolación de la Arquidiócesis Primada de México, aclara que “pedirle a un santo su intercesión no es una fórmula mágica para obtener lo que queremos, sino un acto de fe dentro de la comunión de los santos”.
“Los santos son personas que, después de haber vivido en la tierra una vida de fidelidad a Dios, gozan ahora de la plenitud de su presencia en el cielo. Participan de la gloria eterna y viven en comunión perfecta con Dios. Su unión con el Creador no los separa de nosotros, al contrario, siguen atentos a las necesidades de la Iglesia peregrina en la tierra, y por caridad, oran por nosotros”, explica el p. Andrés.
El sacerdote comenta que esta realidad da fundamento a la práctica de pedir su intercesión, no obstante los santos no reemplazan a Dios ni actúan con un poder autónomo, sino que presentan nuestras oraciones ante el trono divino, como amigos íntimos que ruegan con y por nosotros.
“Es decir, -dice el padre- nos acompañan en la oración, y por la gracia de Dios, pueden colaborar en la obtención de bendiciones para nuestras vidas”, de acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. CIC 956-957)
Además de intercesores, los santos son modelos de vida cristiana. Sus vidas, tan distintas y diversas, reflejan la riqueza del Evangelio vivido en distintas épocas, contextos y vocaciones. “Estamos llamados a contemplarlos, admirarlos y, en la medida de lo posible, imitarlos”, señala el sacerdote.
A decir del padre, inspirarnos en su ejemplo nos anima a perseverar, a luchar contra el pecado, a confiar en Dios incluso en las pruebas. “Pero también podemos acudir a ellos en nuestras necesidades humanas y cotidianas: salud, trabajo, familia, decisiones importantes, o dificultades personales. Siempre con la conciencia de que lo más importante es pedir por aquello que favorezca nuestra salvación y crecimiento espiritual (cf. Mt 6,33)”, detalla.
Una de las advertencias más importantes al hablar sobre la intercesión de los santos es el riesgo de caer en prácticas que no corresponden a la fe cristiana. El padre Andrés advierte que puede haber confusiones cuando se interpreta esta devoción fuera del contexto doctrinal y litúrgico de la Iglesia.
“El santo no concede milagros ni favores por sí mismo. Solo intercede. El único que tiene poder es Dios, y es a Él a quien nos dirigimos, aunque lo hagamos con la ayuda de un intercesor”, precisa el sacerdote.
Ejemplos comunes de superstición incluyen colocar imágenes en posiciones rituales (como poner de cabeza a San Antonio para pedir pareja), o usar estampas, medallas o agua bendita con la creencia de que por sí solas —sin fe ni conversión— tendrán un efecto. “No se trata de manipular lo sagrado, sino de abrirnos al amor de Dios”, subraya.
¿Devoción auténtica o práctica supersticiosa?
De acuerdo con p. Esteban, una devoción mal entendida se manifiesta cuando:
Frente a ello, el sacerdote recomienda siempre tener presente que la intercesión de los santos forma parte de la comunión espiritual de la Iglesia, y debe vivirse en unidad con la enseñanza y los sacramentos.
“Todo acto de piedad debe llevarnos a Dios, no a depender de objetos o fórmulas. La devoción a un santo no es un recurso paralelo ni una vía alterna, sino una expresión de fe dentro del único camino que es Cristo”, enfatiza.
También señala que es útil acudir a la guía de un sacerdote o acompañante espiritual cuando hay dudas sobre cómo rezar o sobre el sentido de determinadas prácticas. La formación doctrinal y litúrgica ayuda a vivir esta devoción con mayor claridad y profundidad.
“La Iglesia es madre y maestra. No solo corrige errores, sino que educa pacientemente, con caridad y verdad”, afirma. Esto implica catequesis, predicación, y sobre todo testimonio. También es una tarea compartida: todos los bautizados tienen la misión de formar y corregir fraternalmente, según el don recibido (cf. CIC 873).
A quienes buscan respuestas inmediatas a sus problemas, el p. Andrés invita a descubrir el verdadero rostro de Dios. “Un Padre providente que nunca abandona, aunque sus tiempos y formas no siempre coincidan con nuestras expectativas. El Reino de Dios no se compra con rezos automáticos, sino que se alcanza con una fe sincera y una vida confiada en su amor”, concluye.
El padre Andrés comenta que una atención especial merece el uso de los sacramentales: agua bendita, medallas, escapularios, entre otros; pues son signos que la Iglesia instituye para fortalecer nuestra vida espiritual y su eficacia está íntimamente unida a nuestras disposiciones de fe. “Si una persona utiliza agua bendita sin tener vida sacramental ni oración, está reduciendo ese signo a un objeto mágico, y eso no es cristiano”, explica el sacerdote.
Los sacramentales deben ser usados con respeto, en el marco de una vida cristiana activa. No sustituyen los sacramentos ni garantizan favores temporales, pero sí nos disponen a recibir la gracia cuando están integrados en un camino de fe.
A veces, en la oración —incluso al pedir a un santo— podemos caer en el error de centrar nuestras súplicas en el interés propio, olvidando que la voluntad de Dios está por encima de nuestros deseos. Explica que “no todo lo que pedimos nos conviene. Por eso es importante ordenar nuestras intenciones y purificar el corazón”.
Es decir, nunca debemos pedir un mal, ni actuar desde el rencor, la envidia o la codicia. Tampoco es lícito pedir bienes materiales como un fin absoluto. Pedir salud, trabajo o bienestar es legítimo, pero siempre subordinado al bien mayor: la salvación del alma y el crecimiento en la gracia.
En su experiencia pastoral, el sacerdote ha visto muchos casos de desánimo cuando las peticiones no se cumplen. “Dios no nos concede todo lo que queremos, pero siempre nos da lo que necesitamos”, asegura. El secreto está en perseverar, incluso cuando parece que no hay respuesta.
Es necesario pasar de una fe basada en resultados a una fe basada en la confianza, en la experiencia de sabernos amados por un Padre que cuida de nosotros. Esta confianza, que se aprende con el tiempo, nos lleva a comprender que Dios no defrauda, aunque sus caminos no siempre sean los nuestros.
El presbítero aconseja imitar la oración del “Padre Nuestro”, donde se enseña a adorar a Dios primero, buscar su voluntad, y luego presentar nuestras necesidades. Este orden refleja una fe madura que no se desespera si no recibe lo que esperaba, sino que confía plenamente en que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman (cf. Rm 8,28).
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