La tragedia del 19S marcó la formación de estos seminaristas. Foto: Roberto Alcántara
Se sabe que detrás de una pelota siempre viene un niño, por eso, cuando Juan Carlos y su compañero encontraron la muñeca debajo de una gran piedra, pensaron que probablemente la dueña estaría cerca. Minutos después, los cuerpos de rescate hallaron el cuerpo sin vida de la pequeña en el edificio de Petén y Zapata. Al recordarlo, a Juan Carlos todavía se le corta la voz. “Eso me pegó mucho –recuerda–. Eran como las tres de la mañana cuando ocurrió”.
Tras el sismo del 19 de septiembre de 2017, decenas de seminaristas del Conciliar de México, ubicado al sur de la Ciudad de México, obtuvieron el apoyo de sus formadores para auxiliar en la emergencia. Algunos corrieron al Colegio Rébsamen –pues habían visto desde las canchas del Seminario Menor el polvo que se levantaba tras el derrumbe del colegio–. Otros más se trasladaron como pudieron a San Gregorio, en Xochimilco, al Multifamiliar de Tlalpan o a Santa Cruz Atoyac.
“Todos íbamos con sotana –recuerda Mario Velázquez, quien también colaboró en las labores de rescate de dicho inmueble–. En el lugar había mucha gente, y pensamos que sólo íbamos a estorbar, pero entonces nos dimos cuenta que las que estorbaban eran las sotanas; nos las quitamos y comenzamos a mover escombros”.
Para Axel Villegas la ropa no fue impedimento; al contrario. “Cuando llegué al Rébsamen ya había mucho apoyo y no nos dejaban entrar, pero al ver que éramos seminaristas, la gente comenzó a gritar que nos dejaran pasar. Había en ese momento una gran necesidad de Dios”, dice.
Eduardo Juárez es originario de Veracruz y vive en la Parroquia de San Bernardino de Siena, Xochimilco. Tras el sismo, sus formadores pidieron a algunos seminaristas que regresaran a sus comunidades. “Cuando llegué, encontré la parroquia, mi casa, destrozada, dañada –respira hondo– pero tuve que sacar fuerzas para seguir adelante. Comenzamos a organizarnos para repartir comida en las chinampas, y terminábamos a las tres o cuatro de la mañana”.
Octavio Morat recuerda particularmente los ríos de jóvenes con palas, botes, martillos, cinceles, que inundaron las calles. Pero lo recuerda con tristeza, pues dice, “yo no tenía el valor de apoyar así, y se me quebraba el corazón. Llegué al Seminario llorando, y me puse a rezar por todos ellos”.
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