“El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse. En esos días había en Jerusalén judíos devotos, venidos de todas partes del mundo. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma” (Hech. 2, 1-6).
A propósito del sorprendente acontecimiento que sucedió el día de Pentecostés, es conveniente recordar el pedagógico refrán que dice: Cuando una persona señala con el dedo una estrella en el cielo, el necio se queda mirando el dedo, y el sabio mira la estrella. Así, ante el milagro de los extranjeros, de cada uno entender en su propio idioma a los apóstoles, no podemos quedarnos admirando el milagro, sino a Dios, que lo ha realizado, y especialmente descubrir, qué ha querido Dios comunicarnos.
Veamos los elementos y su interpretación: Reunidos en un mismo lugar, es decir necesitamos reunirnos y encontrarnos, eso es la iglesia viva. Ruido y viento fuerte significan la necesidad del anuncio, y no quedarnos con la información de lo que ofrece Dios a sus hijos, sino transmitirlo y proclamarlo hasta los últimos rincones de la tierra. Lenguas de fuego, que se distribuyeron y posaron sobre ellos, es decir, recibir y escuchar al Espíritu Santo, discerniendo las inquietudes de nuestro interior, de nuestro corazón, confiando en realizarlas, y así, propiciar que arda nuestro corazón, como pasó con los discípulos de Emaús. Finalmente, lo referente al idioma que todos entendían significa que el lenguaje que toda la humanidad comprende es el lenguaje del amor, porque Dios, Creador del ser humano, es amor.
Lo anterior no quita la compleja realidad para ponerse de acuerdo, que constatamos por doquier. Las informaciones y experiencias vividas influyen considerablemente en nuestra percepción y consideración sobre las situaciones y sobre las personas, lo que dificulta ponerse de acuerdo y coincidir en el comportamiento. La relación humana entra siempre en conflicto, y se agudiza al confrontar nuestra manera de ver las cosas, de visualizar el futuro personal y social.
Bien sabemos lo difícil que es alcanzar la comunión, incluso en la familia y en los demás círculos habituales de relación humana, pues hemos sido creados en y para la libertad, y sin ella no se puede aprender y vivir el amor; sin embargo, el reto es lograr la comunión, la unidad, porque en esto consiste la vida de Dios, a la que hemos sido llamados para compartirla eternamente.
El inmenso regalo del Espíritu Santo, no nos priva la libertad, pero exige practicar el perdón. En el Evangelio de hoy Jesús dijo a sus apóstoles: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar” (Jn. 20, 22-23). Así, el discípulo de Cristo, bajo la guía del Espíritu Santo, encontrará la sabiduría en el proceder, la fortaleza en la adversidad, la disposición a recomenzar, la voluntad de perdonar y ser perdonado. Por ello, es indispensable no solo el diálogo honesto, sincero y abierto, sino también el reconocimiento de nuestros errores y la capacidad de perdonarnos a nosotros mismos y de perdonar a los demás.
El Sacramento de la Reconciliación, o de la Confesión como solemos llamarlo, no es simplemente un desahogo de nuestros errores y pecados, es sobre todo la oportunidad de recibir de nuevo el Espíritu Santo, para reiniciar con su ayuda el camino de la libertad y del amor. Es éste, el camino que nos conduce a la comunión y a la unidad, tantas veces fracturada, por nuestra conducta desviada.
San Pablo en la segunda lectura afirma: “Porque todos nosotros, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo Espíritu” (1Cor. 12, 13). Esta afirmación expresa nuestra vocación a ser conducidos por el Espíritu Santo; y para constatar que, en efecto, lo vamos logrando, la mejor manera de verificarlo, es observar si con nuestras decisiones y acciones hemos colaborado a la comunión en los diferentes ambientes, y especialmente a la comunión eclesial; ya que la unidad es el fruto, que confirma haber sido guiados por el Espíritu Santo.
Ésta es la alegría de la Iglesia al celebrar la fiesta de Pentecostés, es la ocasión para renovar nuestra gratitud a Dios Padre, que nos ama inmensamente, y que nos regala, una y otra vez, y cuantas veces sea necesario, la ayuda eficaz del Espíritu Santo para rehacer nuestra vida, tanto en lo personal como en lo social. Con esta confianza renovemos nuestro propósito de ser promotores y protagonistas de un mundo fraterno y solidario.
María estuvo en Pentecostés, participando del nacimiento de la Iglesia, pidámosle, aprender como ella, a dejarnos conducir por el Espíritu Santo y proclamar las maravillas, que Dios, Nuestro Padre, realice a través de nuestras débiles fuerzas.
El Papa Francisco en el quinto aniversario de la Encíclica Laudato Si’ nos ha enviado esta oración, que ahora ante Nuestra Madre, María de Guadalupe, le dirigimos a Dios y Padre nuestro:
Dios Padre, Creador del universo. Tu nos creaste a tu imagen y nos hiciste custodios de toda tu creación.
Trasforma nuestro miedo y sentimientos de soledad, en esperanza y fraternidad, para que experimentemos una verdadera conversión del corazón.
Ayúdanos a mostrar solidaridad creativa para enfrentar las consecuencias de esta pandemia mundial. Haznos valientes para abrazar los cambios dirigidos a la búsqueda del bien común.
Ahora más que nunca, que podemos sentir que todos estamos interconectados e interdependientes.
Has de tal modo que logremos escuchar y responder al grito de la tierra y al grito de los pobres.
Que puedan ser los sufrimientos actuales los dolores de parto de un mundo más fraternal y sostenible.
Bajo la amorosa y tierna mirada de nuestra madre, María de Guadalupe, te hacemos esta oración por Cristo, Nuestro Señor.
Amén
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