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“Dentro de poco, el mundo no me verá más, pero ustedes sí me verán, porque yo permanezco vivo y ustedes también vivirán.” (Jn. 14, 19).
El mundo no me verá más, pero ustedes sí me verán. Esta afirmación Jesús la dirige a sus discípulos; por tanto, se refiere a nosotros, que creemos en Jesucristo, estamos bautizados en su nombre y nos profesamos católicos. Por eso es conveniente preguntarnos: ¿Percibo en mi vida, en mis relaciones, la presencia de Jesús? Si nuestra respuesta es sí, felicidades. ¡Bendito sea Dios! Porque estás manifestando la presencia de Dios en el mundo de hoy. Pero si la respuesta es no, es indispensable revisar la manera como vivo mi fe, la forma como entiendo ser discípulo y revisar si busco, escucho y atiendo las enseñanzas de mi Maestro Jesús.
Jesús anuncia a sus discípulos que en su ausencia tendrán alguien que los acompañará permanentemente para guiarlos y ayudarlos a vivir la comunión, como discípulos de Cristo: yo rogaré al Padre y Él les enviará otro Consolador que esté siempre con ustedes, el Espíritu de Verdad… No los dejaré desamparados. (Jn.14, 16-18). Así acompañados por el Espíritu, cuando el mundo ya no podrá ver a Jesús, los discípulos lo podrán encontrar y no solamente a él, sino estarán en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
¿Cómo podemos establecer la relación con el Espíritu de Verdad, con el Espíritu Santo que nos ha sido dado en los Sacramentos del Bautismo y la Confirmación? Necesitamos desarrollar un proceso en dos dimensiones: una personal y otra comunitaria o eclesial. Ambas son indispensables, se enriquecen recíprocamente y se complementan.
Para la dimensión personal, debo primero, tomar conciencia de las inquietudes que surgen en mi interior, especialmente cuando leo y medito la Palabra de Dios, especialmente los Evangelios, o las enseñanzas de la Iglesia, o la vida de los Santos, o las reacciones que experimento ante las distintas realidades que me toca afrontar. Segundo paso debo clarificar cuales son para bien mío y para bien de los que me rodean, e identificar cuáles me dañan o me conducen a generar un daño a mí o a los demás. Tercer paso compartir con alguien que me conozca y pueda ayudarme a clarificar mis dudas y la toma de decisiones. Todo este proceso debo vivirlo en ambiente de oración, es decir, reconociendo que Dios me ve y conoce mi interior, y por eso solicito la ayuda del Espíritu Santo. Finalmente debo valorar el resultado de mis decisiones, de mis acciones, y descubrir cómo han incidido para bien tanto en mi persona como en los demás.
La respuesta personal debe implicar la aceptación de ser conducido por el Espíritu Santo en comunidad: Jesús afirma, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho (Jn 14, 26).
La dimensión eclesial de mi proceso consiste en compartir con una comunidad de discípulos de Cristo, sea en mi familia, en mi Parroquia, en algún apostolado, en círculo de amigos, o en cualquier grupo de creyentes que estemos en relación o en comunión con la Iglesia. Esto evitará equivocarme en el discernimiento y caer en el peligro de ideologizar la misma doctrina del Evangelio; así evitaré convertirme en un radical defensor de la doctrina, que deja de lado la caridad y olvida que Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo (Jn 3, 18).
El desarrollo espiritual, acompañado de mi comunidad eclesial me llevará a una experiencia maravillosa, al descubrir que son más los beneficios que recibo, de los que yo esperaba; otras veces percibiré el crecimiento de mi fortaleza para afrontar las adversidades, e iré creciendo en paciencia y comprensión ante las situaciones equivocadas del prójimo, y a la par, experimentaré una estable paz interior, fruto de la acción del Espíritu Santo en mi persona.
De esta manera podremos hacer realidad la recomendación del Apóstol Pedro que hemos escuchado en la segunda lectura: Hermanos: veneren en sus corazones a Cristo, el Señor, dispuestos siempre a dar, al que las pidiere, las razones de la esperanza de ustedes. Pero háganlo con sencillez y respeto y estando en paz con su conciencia. Así quedarán avergonzados los que denigran la conducta cristiana de ustedes, pues mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal (1Pe 3, 15-17).
Así desarrollaré mi experiencia de la presencia de Dios en mi vida. Y casi sin advertirlo, me convertiré en un discípulo más, en quien se cumplirá la afirmación de Jesús: El mundo no me verá más, pero ustedes sí me verán.
Renazcamos de esta pandemia con la alegría de descubrir la presencia de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo en nuestro mundo actual, y emprendamos nuestra misión como Iglesia creyente para renovar nuestra sociedad y demos testimonio intenso y convincente de los valores fundamentales de la fe cristiana: La verdad, la libertad, y la justicia.
Los invito para que estas dos últimas semanas del Tiempo Pascual, nos preparamos a la gran solemnidad de Pentecostés, y celebremos el domingo 31 de mayo, con firme decisión y gran esperanza, la venida del Espíritu Santo para renovar nuestros corazones.
En Pentecostés culminó el nacimiento de la Iglesia, comunidad de discípulos de Cristo, ahí estaban los doce apóstoles acompañados por María, nuestra Madre. Pidamósle a ella, que nos prepare a vivir este tiempo hacia Pentecostés, desarrollando nuestro camino espiritual para percibir la presencia de Dios en medio de nosotros.
En este mes de mayo, dedicado a la Virgen María, el Papa Francisco nos ha enviado esta oración que ahora le dirigimos a Nuestra Madre, María de Guadalupe:
Madre amantísima, acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.
Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.
Oh María, Consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, haz que Dios nos libere con su mano poderosa de esta terrible epidemia y que la vida pueda reanudar su curso normal con serenidad.
Nos encomendamos a Ti, que brillas en nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María! Amén.
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