Homilía del Arzobispo Aguiar: La libertad y la obediencia van de la mano
Proclamamos la libertad como el máximo derecho humano, Dios mismo la concedió y la respeta.
“¿Piensas que vas a ser tú el que me construya una casa para que yo habite en ella? Yo te saqué de los apriscos y de andar tras las ovejas, para que fueras el jefe de mi pueblo, Israel”.
Esta advertencia del Profeta al Rey David descubre la gran tentación, que se presenta a todo aquel, que ha procedido conforme a la voluntad de Dios y le ha ido muy bien. ¿Cuál es la tentación? Generar la conciencia de considerar, que tiene el poder en sus manos para realizar todos sus sueños, y que basta que él lo quiera para cumplirlos; aun cuando dichos proyectos sean buenos, conduce sutilmente a su conciencia pensar que todo lo puede, y se desarrolla así la conciencia del hombre poderoso que se considera capaz de lograr todo lo que quiera. Al caer en esta tentación iniciaría su ruina, pues se abre la puerta a la soberbia, que ciega la capacidad de escucha y de atender y sopesar las opiniones de los demás.
David ha procedido bien al consultar al Profeta para que le diera su parecer, que en un principio le responde afirmativamente, pero que el mismo Profeta en oración descubre la voz de Dios, y comunica lo que realmente quiere Dios del Rey David, quien a su vez la escucha y obedece; dejando a su Hijo Salomón la construcción del templo que anhelaba ver.
En consecuencia, Dios cumple su promesa y engrandece el final del reinado de David y el de su dinastía: “Yo estaré contigo en todo lo que emprendas…y te haré tan famoso como los hombres más famosos de la tierra. Le asignaré un lugar a mi pueblo, Israel; … … Y a ti, David, te haré descansar de todos tus enemigos. … te daré una dinastía; y cuando tus días se hayan cumplido,… engrandeceré a tu hijo, sangre de tu sangre, y consolidaré su reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo”.
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Así, el Rey David superó la tentación y Dios cumplió su promesa, fortaleciendo el Reino de Salomón, quien edificó la construcción del Templo de Jerusalén. El Rey David cometió graves pecados, como el adulterio y el posterior homicidio de Urías para desposar a Betsabé; sin embargo, siempre humildemente aceptó su culpabilidad. Qué grande lección dejó en herencia a su Pueblo, eso le valió que de su dinastía naciera el Hijo de María, y quedará como un personaje central de la Historia de Israel y de la Historia de la Salvación.
En este cuarto y último Domingo de Adviento, la Palabra de Dios, al recordar la figura del Rey David, nos invita a no tener miedo por nuestras fallas y pecados cometidos, siempre el Señor, como buen Padre de sus Hijos, misericordiosamente nos concederá el perdón y nos otorgará la gracia para fortalecer nuestro espíritu. Este es el primer paso para prepararnos a la Navidad, y el segundo es descubrir la voluntad de Dios en mi vida, interrogarme sobre lo que Dios espera de mí, ante el cumplimiento de mis responsabilidades.
Si en esta tarea descubrimos que la propuesta supera mis fuerzas, debo preguntarme como María: ¿Cómo podrá ser esto?, debo compartir mis alternativas con mi familia, con mi grupo de apostolado, con mis amigos fieles, que también quieren responder a la voluntad de Dios, y discernir mis decisiones para presentarlas con fe y esperanza a Dios mi Padre, y mejor aún, traerlas a la Eucaristía para unirlas al Sacrificio de Cristo, y recibir el Pan de la Vida, y con él, la fortaleza del Espíritu Santo, que me acompañará a realizar mis decisiones.
Nuestra Madre María, respondió positivamente al mensaje del ángel Gabriel, sin saber todo lo que le esperaba vivir: alegrías y tristezas, gozos y sufrimientos, llegando al extremo de ver morir crucificado a su Hijo, condenado injustamente, y además penalizado como si fuera un impostor, seductor, y blasfemo. Estas fueron las acusaciones presentadas a las autoridades romanas con falsos testigos y componendas políticas. Sin embargo, María se mantuvo firme hasta el final, viviendo bajo el misterio, conducida por la fe, pues desconocía como sería el desarrollo del Plan de Salvación para la humanidad, que Dios Padre, tenía reservado para que su Hijo Encarnado lo cumpliera.
Conocemos ya la finalidad del Plan divino: Manifestar hasta el extremo, el amor misericordioso por sus creaturas, para que, descubriendo ese amor, se descubrieran todos como hijos muy amados. Si María aceptó sin saber el plan ni su finalidad, y aprendió a vivir su generosa entrega bajo la conducción misteriosa del Espíritu Santo, nosotros deberíamos aceptar, sin temor alguno con plena confianza, las propuestas de Dios: ¡No tengamos miedo a ser obedientes de la fe, aprendemos como ella lo fue!
En nuestros tiempos proclamamos la libertad como el máximo don y derecho del hombre, lo cual es verdad, Dios mismo la concedió y la respeta. Pero debemos entender que la libertad y la obediencia no están contrapuestas, sino que son complementarias y van de la mano. Dios nos ha creado para el amor, lo cual exige el ejercicio pleno de la libertad, pero cualquier decisión tomada, sea buena o mala, impone un determinado camino con ciertas exigencias para alcanzar el objetivo; por tanto, debemos cumplir esas condiciones. En esto consiste la obediencia.
En cuanto a la relación con Dios, debemos con plena libertad decidir si aceptamos o no su Voluntad, y habiéndola aceptado debemos como lo hizo María expresar nuestra obediencia a la voluntad del Padre: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”. De esta manera recibiremos el Espíritu del Señor, y aprenderemos a ser obedientes de la fe, con la plena confianza en el amor de Dios, Nuestro Padre.
Este proceso nos conducirá a exclamar, como San Pablo, llenos de alegría: “Hermanos: A aquel que puede darles fuerzas para cumplir el Evangelio que yo he proclamado, predicando a Cristo, conforme a la revelación del misterio, que…en cumplimiento del designio eterno de Dios, ha quedado manifestado por las Sagradas Escrituras, para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe, al Dios único, infinitamente sabio, démosle gloria, por Jesucristo, para siempre”.
Invoquemos pues a Nuestra Madre, María de Guadalupe, para que seamos obedientes de la fe, y así, lleguemos también a proclamar como ella, las maravillas que hace Dios a través de nosotros.
Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia mundial, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.
Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.
Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.
Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.
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