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Homilía del Arzobispo Carlos Aguiar en el VII Domingo de Pascua

Homilía del Arzobispo Primado de México en la Basílica de Guadalupe.

24 mayo, 2020
Homilía del Arzobispo Carlos Aguiar en el VII Domingo de Pascua
El Arzobispo Carlos Aguiar Retes. Foto: Basílica de Guadalupe/Cortesía.

“Cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los últimos rincones de la tierra” (Hch. 1, 8).

Nuestro mundo necesita la fuerza de los testigos para creer que Jesucristo está vivo y que sus enseñanzas son el camino de la realización de los sueños y proyectos humanos que buscan la vida digna de la humanidad.

El testigo no solamente debe ser de oídas, que ya es un buen primer paso. Es decir, conocer las enseñanzas de Jesús. El testigo debe ser alguien, que en carne propia, ha experimentado la presencia de Jesucristo. Evidente que esta presencia no es física, sino espiritual, pero real.

Para ser testigo presencial es indispensable recibir el Espíritu Santo, y poner en práctica las enseñanzas de Jesús tanto las doctrinales, como las existenciales. Y hay que reconocer, con plena claridad, que todas estas enseñanzas deben ser entendidas y comprendidas desde la Cruz gloriosa de Cristo.

Es decir, el camino del discípulo de Cristo no es un camino de éxito en todos sus proyectos y planes, sino un camino con dificultades y con sorpresas inesperadas, pero siempre conducen al camino de la vida, al encuentro de la verdad, de la libertad y de la justicia. Por eso, San Pablo expresa hoy en la segunda lectura: Hermanos: pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, que les conceda espíritu de sabiduría y de reflexión para conocerlo (Ef. 1,17).

A este propósito es conveniente recordar la parábola de los talentos (Mt. 25, 24-30), ahí Jesús explica que lo importante no es guardar y enterrar mis capacidades y habilidades, sino ponerlas en práctica, y una vez desarrolladas, ponerlas de nuevo en manos de Dios, nuestro Padre.

Por tanto, debemos actuar en coherencia con las enseñanzas de Jesús, y los frutos que logremos, compartirlos con mi prójimo, con mi comunidad, con la iglesia, con la sociedad. No puedo ni debo guardarlos como un tesoro para mí.

Mi experiencia de mi caminar como discípulo debo compartirla con los demás, debo transmitirla siempre, como pide Jesús en el Evangelio de hoy: Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado (Mt. 28, 19-20).

Los discípulos de Cristo son discípulos misioneros, la Iglesia es una Iglesia en salida, como pide insistentemente el Papa Francisco. Además, Jesús, que ascendió a los cielos y está en la casa del Padre, garantiza su presencia para acompañarnos en todo momento hasta el final de los tiempos: sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo (Mt. 28, 20).

Con esta confianza debemos afrontar las adversidades y las situaciones dramáticas por más duras que sean; y también agradecer los momentos de gozo por la buena respuesta de los compañeros, que responden generosamente a la invitación de vivir como discípulos de Cristo.

Esta experiencia personal y comunitaria enriquece la celebración de la Eucaristía. Porque habiendo desarrollado nuestra experiencia discipular, llegaremos siempre al encuentro eucarístico dominical con necesidades y con satisfacciones, con ofrendas existenciales para ponerlas en la mesa del altar, y experimentaremos que ambas ofrendas serán asumidas por Jesús, y presentadas al Padre; y al tiempo, muchas veces cuando menos lo esperamos, por medio del Espíritu Santo recibiremos las respuestas y recompensas de nuestros esfuerzos y trabajos por la comunidad.

Viviendo este proceso de vida discipular, comprenderemos lo expresado por San Pablo en la segunda lectura: Le pido a Dios, que les ilumine la mente para que comprendan cuál es la esperanza que les da su llamamiento, cuan gloriosa y rica es la herencia que Dios da a los que son suyos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para con nosotros, los que confiamos en Él, por la eficacia de su fuerza poderosa (Ef 1, 18-19).

Cuando la Iglesia en el transcurso de los siglos ha logrado poner en práctica las enseñanzas de Jesús, en la forma que las hemos recordado, han sido las ocasiones en que logra transformar el estilo de vida de la sociedad en una cultura fraterna y solidaria, fundamentada en el respeto a la dignidad de toda persona humana, dando testimonio de que es posible, y es un gran don, alcanzar vida digna para todos sus miembros.

Ante el comentario que circula en los medios y redes sociales, que después de la pandemia no será la vida igual que antes, los invito a plantearnos, ¿cuál será nuestra respuesta como discípulos de Cristo, qué espera Nuestro Maestro Jesucristo, el Señor, de nosotros? Pidamos ayuda a Nuestra Madre, María de Guadalupe para que encontremos la respuesta, y la llevemos a la práctica con la fuerza del Espíritu Santo.

El Papa Francisco en el quinto aniversario de la Encíclica Laudato Si’ nos ha enviado esta oración, que ahora ante Nuestra Madre, María de Guadalupe, le dirigimos a Dios y Padre nuestro:

Dios Padre, Creador del universo. Tu nos creaste a tu imagen y nos hiciste custodios de toda tu creación.

Trasforma nuestro miedo y sentimientos de soledad, en esperanza y fraternidad, para que experimentemos una verdadera conversión del corazón.

Ayúdanos a mostrar solidaridad creativa para enfrentar las consecuencias de esta pandemia mundial. Haznos valientes para abrazar los cambios dirigidos a la búsqueda del bien común.

Ahora más que nunca, que podemos sentir que todos estamos interconectados e interdependientes.

Has de tal modo que logremos escuchar y responder al grito de la tierra y al grito de los pobres.

Que puedan ser los sufrimientos actuales los dolores de parto de un mundo más fraternal y sostenible.

Bajo la amorosa y tierna mirada de nuestra madre, María de Guadalupe, te hacemos esta oración por Cristo, Nuestro Señor. Amén

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