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Homilía Arzobispo Aguiar: Dios quiere acciones, no palabras

Homilía del Arzobispo Primado de México en el Domingo XXVI del Tiempo Ordinario 

27 septiembre, 2020
Homilía Arzobispo Aguiar: Dios quiere acciones, no palabras
Arzobispo Carlos Aguiar Retes. Foto: Basílica de Guadalupe.

“Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: Un hombre que tenía dos hijos fue a ver al primero y le ordenó: Hijo, ve a trabajar hoy en la viña. Él le contestó: Ya voy, señor, pero no fue. El padre se dirigió al segundo y le dijo lo mismo. Este le respondió: No quiero ir, pero se arrepintió y fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? Ellos le respondieron: El segundo”.

Cuántas veces hemos dicho que sí pero no hemos cumplido con nuestro compromiso. Cuántas veces nos han dicho que sí y no nos han cumplido lo prometido. Además de ser odioso recibir una promesa que nunca es cumplida, genera en nosotros una gran desilusión y desesperanza, y perdemos la confianza, en quien no actúa conforme la ha dicho de palabra.

De la misma manera, la persona que se ha comprometido y no cumple, interiormente se queda dañada, va perdiendo la confianza en sí mismo, porque sabe de la debilidad de su voluntad, fácilmente se convertirá en una persona indecisa, y de constante incertidumbre ante la propuesta de compromisos.

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En el camino hacia el encuentro con Nuestro Padre Dios, caer en la incertidumbre conduce con mucha frecuencia al creyente, a la necesidad de aferrarse a formas, que según su tradición, le garanticen que está agradando a Dios; de esa manera pone su confianza no en Dios mismo, sino en la fidelidad a las prácticas religiosas, y así pretende adquirir su seguridad, y con facilidad se vuelve un cristiano rigorista, incapaz de reconocer la acción de Dios, en quienes observa que no cumplen con las prácticas habituales o en quienes considera alejados y pecadores.

Esto fue lo que sucedió a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, pusieron su seguridad y su certeza en las tradiciones en sí mismas, y olvidaron y despreciaron la voz de los profetas y de Juan Bautista, el precursor del Mesías; con ello ensordecieron ante la proclamación de la llegada del Reino de Dios, y más aún fueron ciegos incapaces de reconocer en la misma persona de Jesús, la presencia del Reino de Dios.

Por eso Jesús les advierte: “Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el camino del Reino de Dios. Porque vino a ustedes Juan, predicó el camino de la justicia y no le creyeron; en cambio, los publicanos y las prostitutas, sí le creyeron; ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él”.

Conviene con frecuencia preguntarnos si escuchamos y atendemos la Palabra de Dios, si descubrimos la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, detectando alguno de los 7 dones que nos regala: piedad, temor de Dios, consejo, fortaleza, inteligencia, ciencia, y sabiduría. Así comprobaremos el crecimiento de nuestra experiencia de Dios.

Jesús manifiesta la obediencia a Dios Padre, a través de su persona, Él vino a la viña de su Padre, obedeciendo de palabra y de obra, entregando su vida, afrontando las variadas y adversas circunstancias, con plena confianza en el acompañamiento del Espíritu Santo, enviado por su Padre.

Así lo señala san Pablo citando, el Himno Cristológico, considerado el más antiguo de la primitiva Iglesia: “Cristo, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte y una muerte de cruz”. En la vida son pocos los que siguen cabalmente a Jesús, por eso Jesús advierte, que no basta de palabra, decirle sí a Dios, es necesario cumplir la voluntad del Padre, para entrar al Reino.

Debemos pues, revisar con frecuencia lo que Dios nos pide, y renovar nuestro compromiso, siempre con la confianza de ser perdonados de nuestros pecados, porque la misericordia de Dios es eterna; aún el pecador empedernido la alcanza, como lo expresa el Profeta Ezequiel en la primera lectura: “Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud y la justicia, él mismo salva su vida. Si recapacita y se aparta de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá”.

Nadie tiene garantizada la perseverancia en el camino del bien, aun cuando formalmente cumpla con las normas y tradiciones religiosas, ellas son sin duda un buen camino, cuya finalidad es orientar al creyente para que desarrolle su espiritualidad, su aprendizaje en la práctica de la oración, y disponer su relación personal y comunitaria con la persona de Jesucristo y para poner en práctica sus enseñanzas, integrándose como miembro responsable y comprometido de la Iglesia.

Jesús, con la Parábola dirigida a los Sumos Sacerdotes y Ancianos del pueblo, que se jactaban del cumplimiento de la ley, advierte lo importante que es no confiarse en la formalidad de una respuesta, hay que revisar siempre nuestra conciencia, y las inquietudes que se mueven en nuestro interior.

En este sentido es oportuna la exhortación de San Pablo: “Hermanos: si alguna fuerza tiene una advertencia en nombre de Cristo, si de algo sirve una exhortación nacida del amor, si nos une el mismo Espíritu y si ustedes me profesan un afecto entrañable, llénenme de alegría teniendo todos una misma manera de pensar, un mismo amor, unas mismas aspiraciones y una sola alma”.

De la misma manera sus recomendaciones son instrumento de grande ayuda para nuestra personal revisión y nuestro desarrollo espiritual como discípulos de Jesucristo: “Nada hagan por espíritu de rivalidad ni presunción; antes bien, por humildad, cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo y no busque su propio interés, sino el del prójimo. Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”.

Pidámosle a Nuestra Madre, Maria de Guadalupe nos ayude a desarrollar los mismos sentimientos que tuvo su hijo, Cristo Jesús.

Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia mundial, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.

Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.

Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.

Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

 

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