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El jugador tramposo

P. Juan Jesús Priego

La señorita N. es una contemplativa artificial. En los momentos de ansiedad lía un cigarrillo de marihuana, se acomoda en el borde de su cama y se pone a fumar. Eso, dice, la relaja un montón.

La mamá de la señorita N. opina que cada quien es dueño de su vida, y jura que no sudará calenturas ajenas. Eso dice: “¿Sudar calenturas ajenas? ¡Jamás!”. En otras palabras, si la chica quiere perderse, allá ella.

El papá de la señorita N. hace como que no ve, pero, sobre todo, como que no huele. A lo más, se limita a descorrer las cortinas cuando va a dar a su hija el beso de las buenas noches. No le pregunta nada, nada le advierte, sino que se limita a decirle:

-Con las ventanas abiertas, el aire circula mejor.

Cierta vez, la madre de la señorita N., al abrir un cajón en el cuarto de su hija, se encontró con una buena cantidad de hierba. ¡Pero con una buena cantidad de hierba! Y, junto a la hierba, varias cajitas de papel de liar; pero tampoco ella comentó nada, sino que se limitó a preguntarle dónde podía colocar la ropa recién planchada, ya que en aquel cajón definitivamente no cabía. Al principio, es verdad, la buena señora sintió un sobresalto, una especie de vértigo, pero lo disimuló bien y hasta pensó, para consolarse, que el contenido de aquella caja tal vez fuese el aprovisionamiento que sus amigos le hubiesen dado a guardar. ¿Por qué no? Todo era posible. Además, ¿qué necesidad había de verlo siempre todo por el lado trágico? Optó, en todo caso, por no hacer preguntas. ¿Para qué meterse en vidas ajenas? Ella, por supuesto, no deseaba que su hija fumara ni siquiera tabaco, pero desde hace mucho había aprendido que la vida no suele plegarse a los deseos de nadie.

¿Consume la señorita N. otras drogas aparte de la que ya sabemos? Es muy probable, porque ya perdió la capacidad de controlar sus emociones con la sola fuerza de su voluntad. Ahora, para controlarse, necesita siempre de eso. Un drogadicto famoso, el poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867), escribió en una de sus obras: “El que haya recurrido a un veneno para pensar, no podrá en adelante pensar sin el veneno”. Y es ésta la frase más cierta que se haya escrito nunca. Frase, por lo demás, que podría parafrasearse al infinito: “El que haya recurrido a un veneno para sentir, no podrá en adelante sentir sin el veneno”. O también: “El que haya recurrido a un veneno para ser feliz, no podrá en adelante ser feliz sin el veneno”. Tal es el caso de la señorita N.

Hoy ya no es necesario practicar la religión ni la filosofía para experimentar el éxtasis: basta con una pequeña dosis de veneno. El adicto al veneno no tiene que esperar una vida para alcanzar la felicidad: él puede alcanzarla en cuestión de minutos, y además cada vez que quiera hacerlo. ¡Bienvenidos al territorio de la euforia perpetua, de la felicidad virtual!



“Si la Iglesia –sigue diciendo Baudelaire- condena la magia y la hechicería, es porque ambas militan contra las intenciones de Dios. Porque ambas suprimen la acción del tiempo y pretenden tornar superfluas las condiciones de moralidad y de pureza, mientras que la Iglesia considera legítimos y verdaderos los tesoros ganados gracias a la buena intención asidua. Llamamos tramposo al jugador que encuentra el medio de ganar con certeza. ¿Cómo llamaremos al hombre que quiere comprar con dinero el genio y la felicidad?”.

Baudelaire bajó al infierno. Él vio de cerca los demonios del inframundo. Habló con ellos empleando el lenguaje de los dementes. Y luego regresó al mundo de los hombres para narrar su experiencia. Entre otras cosas, comprendió que entre la droga y la magia había una relación estrecha, una fraternidad diabólica, pues ambas prometen a sus adoradores obtener de inmediato y sin fatiga alguna lo que sólo se alcanza al precio de un millón de sacrificios y casi siempre al final del camino.

“Estos infelices –sigue diciendo Baudelaire a propósito de los brujos y los drogadictos-, que no han ayunado ni rezado, y que han rechazado la redención por el trabajo, piden a la magia negra los medios para elevarse, súbitamente, a la existencia sobrenatural. Pero la magia los burla y enciende para ellos una dicha falsa y una falsa luz… ¿Y qué es un paraíso que se compra al precio de la salud eterna?”.

Y sigue diciendo todavía: “¿Cómo figurarse un Estado en el cual todos los ciudadanos se embriagan con hachís? ¡Qué ciudadanos! ¡Qué guerreros! ¡Qué legisladores! ¡Hasta en Oriente, donde su consumo está tan difundido, hay gobiernos que han comprendido la necesidad de prohibirlo! En efecto, le está prohibido al hombre, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual, alterar las condiciones primarias de su existencia y romper el equilibrio de sus facultades con los medios en que están destinados a manifestarse: en una palabra, le está prohibido alterar su destino para sustituirlo por una fatalidad de nuevo género… En verdad, todo hombre que no acepta las condiciones de su vida, vende su alma…”.

Ya lo he dicho: cuando la señorita N. quiere ponerse en un cierto estado de ánimo, le basta con abrir su cajón. Ya sabe lo que tiene que hacer. ¡Ah, la felicidad al alcance de la mano!

Ella juega, sí, pero hace trampa. Un día no muy lejano –lo sé-, perderá la partida. Porque en un juego puedes hacer trampa una vez, e incluso varias veces, pero no siempre, no cada vez que tomas las cartas. Un día no muy lejano –digo-, la vida decretará que la señorita N. no tiene derecho a jugar y la expulsará para siempre de la mesa, diciéndole que no tiene ya derecho a otra partida.





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