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Opinión: La fe cristiana ante el dolor humano

P. José Alberto Hernández Ibáñez * Delante de las circunstancias que provocan el dolor humano, nos asalta el cuestionamiento angustioso del ¿por qué? ¿Quién permite eso? ¿Será Dios quien juega con el temor del hombre o lo castiga para definir su destino? Está claro que nadie invoca el sufrimiento ni está del todo preparado para […]

P. José Alberto Hernández Ibáñez *

Delante de las circunstancias que provocan el dolor humano, nos asalta el cuestionamiento angustioso del ¿por qué? ¿Quién permite eso? ¿Será Dios quien juega con el temor del hombre o lo castiga para definir su destino?
Está claro que nadie invoca el sufrimiento ni está del todo preparado para afrontarlo sorpresivamente; está claro, además, que la conciencia del individuo se perturba ante el infortunio y busca justa o injustamente una salida, un responsable, una satisfacción de la pena.
El ser creado es limitado, el hombre tiene delante de sí la vida y la muerte porque su naturaleza es precaria; el conocimiento de esa limitación es imperceptible la mayoría de las veces, y tampoco es agradable aceptar una realidad de cambio. El sufrimiento de la persona aumenta cuando hay confusión de principios y rencor en la memoria, más aún, cuando somos conscientes del pecado propio y del de los demás entramos en un estado de desesperación, sentimos que con nada nos conformamos, y terminamos achacando la culpa a quien no causó el daño, aumentando la pasión de las víctimas.
Ante estas coordenadas de la vida del hombre, Cristo vino al mundo para compartir la experiencia de dolor, verificada desde su propio nacimiento en la carne, en la soledad e incomprensión de sus familiares y contemporáneos, en su sacrificio en la cruz por perdonarnos.
Llama la atención sus palabras: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34); “Padre, que pase de mí este cáliz pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc, 22,42), “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” ( Lc, 23,46).
Con la esperanza de la Resurrección del Señor, el creyente tiene un principio de fe y de esperanza que no falla, porque es la certeza de la vida y no de la muerte, es la fuerza de la alegría y no del llanto, es la llamada a una vida superior y no de una realidad de pérdida la que levanta al cristiano por el paradigma de la fuerza de amor de Jesús que nos liberó del pecado (es la consciencia del pecado fuente de sufrimiento), porque Él nos desató de la cadena de la angustia y nos premió con la corona de la gloria por su sangre derramada para perdonarnos.
Ante estos momentos de dolor y de angustia debemos ser fuertes en demostrar solidaridad a ejemplo de Cristo, Hijo de Dios, quien dejando su condición divina se hizo pequeño para hacernos grandes (Fil 2,6); hagámonos pacientes, nobles, humildes, generosos en el don de sí mismos.
Algo que hemos aprendido en las brigadas de este sismo son las señales, los lenguajes de la ayuda: ‘silencio, nadie se mueve, sigamos trabajando, necesitamos agua’. Cristo guardó silencio ante el dolor, no se movió ante los insultos, pero tampoco se mostró pasivo, Él tendía internamente hacia la voluntad de su Padre, en los momentos del suplicio seguía trabajando por la salvación del hombre, porque Él es la fuente de agua que brota hasta la vida eterna (Jn 4,14).
En efecto, hay mucho que hacer en estos momentos de dolor y de incertidumbre, pero la fe siempre debe salir adelante, es el faro que nos guía. Los mexicanos tenemos confianza, y recordando los principios de nuestra fe cristiana sabemos que Cristo es nuestra paz y la vida verdadera, ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? (Rom 8,35-39) La fe es un acto necesario en las labores de rescate, el Señor nos rescató porque tuvo fe en su Padre, nosotros hemos de salvar la vida encomendados a la fuerza vivificadora de su amor salvador.

*Secretario general UPM