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Opinión: El amor, un trabajo de orfebrería

María Teresa González Maciel

Se aproxima el 14 de febrero, y una vez más las ciudades se pintarán de corazones; para los enamorados, será un día de flores, de chocolates, de besos y de abrazos; quizás, como corresponde hacerlo en esta fecha, se expresarán mutuamente su anhelo de eternizar esos momentos, de vivir por siempre así. Sin embargo, en no pocas parejas, ese sentimiento, que bien podrían atreverse a jurar que es amor, se les presenta frágil y pasajero cuando llega el momento de la convivencia diaria y de las responsabilidades.

En estos casos, muy probablemente faltó que durante el noviazgo se atrevieran a ir un paso adelante, e interesarse en conocer lo que es realmente el amor; dejaron todo al amparo de un sentimiento momentáneo, y lo que ocurrió fue que aquel “amor” no pudo aprender a amar.

En cambio, otros, interesados verdaderamente en que aquellos latidos incipientes del corazón pudieran trascender la frontera del enamoramiento, quisieron ponerse a investigar lo que podría venir a futuro en esa relación, a fin de que su proyecto en común pudiera triunfar; probablemente uno de los dos careció de cariño en la infancia, pero lejos de repetir los patrones de comportamiento de sus padres, se abrió a la posibilidad de darle la mejor forma al don del amor.

Preguntaron cómo habría que trabajarlo; leyeron reflexiones, lecturas sobre el amor, y por más sencillas que parecieran, pensaron que a futuro podrían tener alguna aplicabilidad; entendieron que el proyecto común no debía llevar prisa, porque la prisa podía ser una mala consejera, de manera que la entrega podía esperar; concientizaron que la obra que iban a crear iría más allá de la emoción inicial, de la piel, de la figura; y aceptaron que el trabajo que habrían de iniciar sería para toda la vida, una labor sin caducidad, en la que entre dos diseñarían el bello molde de una pieza excepcional, que iría variando necesariamente al paso de los años.



Escucharon sugerencias de sus párrocos, de personas mayores y de gente de muy buena voluntad, y comenzaron a prepararse en fortaleza para poder asir a mano firme las herramientas de trabajo adecuadas: el respeto, la aceptación incondicional, la paciencia, la tolerancia, y la búsqueda del bien de la otra persona, así como su crecimiento y su felicidad. Entendieron que tendrían que perdonarse, que sería necesario tener palabra, cumplir la promesa de ser fiel a la alianza pese a vientos y mareas.

Determinaron que serían firmes y constantes en los afectos y obligaciones, sin importar lo que pudiera venir al paso del tiempo; que tendrían que ser transparentes, hablar con la verdad, sin dobleces ni mentiras; que se esforzarían por escuchar al ser amado, ponerse en su lugar, valorarlo, corresponderle, agradecerle por el don del amor que habían recibido en su persona, y por todos los pequeños detalles de los que estaría llena su vida cotidiana.

Convencidos de que el amor era un trabajo de orfebrería, y de que querían lograr la más hermosa pieza, finalmente decidieron llamar al experto, a Jesús de Nazaret, y empezar a modelarla según sus instrucciones. Él conoce el método inteligente, Él instruye, sostiene, reanima, da nuevas fuerzas, y sabe cuáles son los toques necesarios para realizar la obra del amor.





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