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¿Cómo reaccionas ante la muerte?

P. Rogelio Alcántara

 

En nuestra cultura, la muerte es algo muy “comentado”. Se hace tan normal oír, leer o ver las notas rojas, donde la muerte aparece como algo anónimo e impersonal; se habla de ella banalizándola, mostrándola sin pudor, privándola de su carácter dramático y enigmático. Ah, pero hablar de ella con seriedad resulta incómodo e inoportuno; es mejor no tocar el tema o dejarlo para después, porque afrontarlo sería ponerme seriamente ante mi propia muerte, y tal vez escuchar una voz que me llama por mí propio nombre. Todo esto ¿no reflejará la angustia del hombre de hoy, y un miedo a enfrentar el sentido último de la vida?

 

“Los días de muertos”, una costumbre mexicana

Los mexicas

El nacimiento y la muerte son momentos importantes en la vida de todos los pueblos; por lo mismo han sido objeto de celebraciones de diverso tipo de acuerdo al proceso histórico de cada cultura.

El culto a los muertos en México se remonta por lo menos a 1800 años a.C, culto que fue evolucionando hasta tener gran auge durante la supremacía de los mexicas que eran considerados como el “pueblo de la muerte”. Su filosofía sobre la muerte y la inmortalidad quedó plasmada en un sinnúmero de poemas, que reflejan que la vida no es más que un momento pasajero y la muerte una especie de despertar del sueño presente.

En el calendario mexica existían dos meses dedicados a las festividades de los muertos. El mes noveno o fiesta de los muertecitos y el mes décimo o gran fiesta de los difuntos, fecha en que se sacrificaban seres humanos para dar solemnidad al festejo.

La celebración empezaba con los preparativos –meses antes– y el día de la fiesta se invocaba a los espíritus de los ancestros, para compartir con ellos los buenos frutos de la tierra. El culto continuaba con la colocación de la ofrenda en el altar familiar que pretendía estrechar los vínculos existentes entre los vivos y los muertos.

 

Época colonial

Con la conquista española, en el siglo XVI se introdujo en México el terror a la muerte. Los cráneos que adornaban el Tzompantli en México Tenochtitlan o en los altares de Tlatelolco desaparecen, para reaparecer más tarde al pie de los altares y cruces atriales, con un significado completamente diverso: la muerte había sido vencida por la cruz de Cristo.

Fue en la época colonial cuando se empezó a representar a la muerte como un esqueleto en diferentes posturas, portando en la diestra una guadaña, simbolizando con ello por un lado, la fragilidad que puede terminar con un simple “gudañazo” en cualquier momento, y por otro, que esto puede acaecer a cualquiera, pues la muerte “no respeta” a nadie. Hay que tener en cuenta que se trata de una representación cultural, que nada tenía que ver con el culto demoniaco que ahora se le tributa a esta misma imagen, mal llamada “santa muerte”.

 

Siglos XVIII – XX

En el siglo XVIII la muerte dejó de ser algo terrorífico para representarse como una figura de ballet o como un personaje amable. A finales del siglo XIX y principios del XX, José Guadalupe Posada, maestro de grabado, reanimó su homenaje dándole un toque humorístico. En esta época surgen diversas revistas en los que se publicaban versos conocidos como “calaveras”, que ridiculizaban por alguna de sus actuaciones a los personajes del gobierno o gente notable de la sociedad.

En nuestros días, aquí en nuestro México, lindo querido, en muchas comunidades se celebra de modo muy sentido “la fiesta de los muertos”, pero, hemos de ser sinceros, en ocasiones de modo sincretista. Como si se deseara, no al modo de la fe, sino al de los antiguos mexicas entrar ese día “en contacto” con los muertos, con nuestros seres queridos que ya no están con nosotros, a través de “una ofrenda”, eclipsando así completamente la solemnidad de todos los santos y dando más relieve a la memoria de todos los difuntos.

Me han preguntado varias veces si es católico poner en estas fechas un altar para los muertos, si se pone como lo hacían los antiguos mexicas, la respuesta es NO. Sin embargo, vemos a lo largo de la historia como intrépidos y santos misioneros siempre trataron de inculturizar la fe, tomando celebraciones paganas y cristianizándolas como es el caso de la misma celebración de la Navidad.

Utilizar nuestro arte e ingenio para plastificar el misterio del más allá, para alejar el miedo a la muerte, o mejor el miedo al morir, recordarme a través de un “altar de muertos” que puedo hacer por mis difuntos una gran obra de misericordia: orar a Dios Trino por su salvación; hacer una buena confesión y participar en la santa Misa, para ganar por ellos la indulgencia plenaria, etc.; así, un altar de muertos daría mucho fruto y estaría muy lejos de la distorsión que de esta conmemoración ha hecho el Halloween que se ha desvirtuado hasta llegar a ser una invocación a los demonios.

 



¿Cómo surge la conmemoración litúrgica de los fieles difuntos?

El mes de noviembre es un mes eclesial. Los tres estados de la única Iglesia: la gloriosa que es la del cielo, la que se está purificando y la de la tierra –que se unen y compenetran cada día en la santa Misa– de manera especial, en estos días, se estrechan para realizar un intercambio de bienes.

A nuestros difuntos les deseamos: 1. El “descanso eterno”, descanso que no se debe concebir como aburrimiento, sino como el ocio fecundo en la gloria del Padre. 2. La “luz eterna”, la caridad inextinguible en la presencia de Dios. 3. “la paz”. Los textos litúrgicos hablan del “refrigerio”. Por lo que, para acelerar el goce de estos bienes a quienes de ellos estén privados, nació la idea de la “conmemoración de los fieles difuntos”.

La costumbre primitiva del aniversario familiar se transformó en aniversario general. San Odilón, abad de Cluny, en Francia, determinó hacia el año 1000 (998) que en todos sus monasterios, dado que el día 1 de noviembre se celebraba la fiesta de todos los santos, el día 2 se tuviera un recuerdo de todos los difuntos. De los monasterios cluniacenses la idea se fue extendiendo poco a poco a la Iglesia entera, y así se instituyó una fiesta universal y de precepto, que hoy celebramos como conmemoración.

Todos los que somos de Cristo formamos una sociedad, en la que hay interdependencia, reciprocidad de servicios y de influencias, comunidad de bienes, en una palabra, unidad de vida. Este dogma es el que pone en nuestras manos la suerte de los muertos, y porque nuestros méritos son tan pequeños, viene Cristo en nuestra ayuda, poniendo a nuestra disposición sus méritos infinitos.

 

La muerte, para el cristiano

 

En la Biblia

En el Antiguo Testamento no hay un único modo de concebir la muerte, sino una multiplicidad de diversas perspectivas que reflejan las fases progresivas de la revelación. Dios ha creado al hombre como ser caduco y mortal, la muerte es parte del ritmo vital, pero es imposible que Dios la haya “creado” (Sab 1,13), puesto que la acción creadora divina es “arrancar” y “salvar” del caos y de la muerte. Al final no habrá más muerte (Ap 21,4). Dios es el Dios de la vida (Sal 8,11; Jos 3,10; Jer 10,10). Para la Biblia la muerte es el momento de plena realización de sí mismo, lo que importa de verdad es lo que acontece en la vida. En toda la Sagrada Escritura la muerte es a veces personificada como una fuerza ciega y cruel; aunque se pone más el acento en el “morir” como proceso y acontecimiento que en la “muerte”; por lo que ésta se coloca en una perspectiva existencial concreta.

 

La muerte, principio de transfiguración

Existencialmente y fuera de Cristo la muerte es la contradicción absoluta que está incrustada en nuestro ser como la “posibilidad de lo imposible”, tiene un sentido trágico y desgarrador, es sentida como un castigo, como “pena y el salario del pecado” (Rm 6,23) porque hiere el querer vivir en su impulso más indestructible. Tal como experimentamos la muerte, por ser fruto del pecado, es dura, espantosa, fuente de angustia y desesperación, es el enemigo por definición, el último enemigo que vencerá el Señor (1Cor 15,26, 44-54; Ap 20,14-15).

Para el cristiano, su muerte es un morir con Cristo, Cristo ha muerto y nos ha liberado de la condenación, nos ha librado de la muerte eterna y del miedo que encadena al esclavo del pecado (Hb 2,14-15); “Él nos ha amado y se ha entregado por nosotros” (cf. Gal 2,20; Ef 5,2.5). Nuestra muerte se abre a la salvación y a la resurrección. Ese será el momento en que toda nuestra existencia se una para tomar su sentido definitivo, será el acto con el que la gracia de Cristo selle la vida humana para llevarla a la eternidad. La muerte es la misteriosa eclosión de la criatura nueva en Jesucristo (Jn 6,40.50 cf. 54). Así ésta para el cristiano es principio de transfiguración, ella no puede separarse de Jesucristo (Rm 8,31ss), al contrario, inaugura la comunión inmediata y plena con Él.

La muerte del cristiano es un doble misterio: de Cristo y de la Iglesia; no sólo es personal, es eclesial, porque es la de un miembro. Dios no llama a morir sin que la libertad haya preparado su respuesta. Si la muerte es la hora del juicio, es igualmente el acto supremo de nuestra libertad; la escogemos tal como la queremos. El último engendramiento en nosotros es el acto de morir. El primer nacimiento se acaba en el segundo. Para el cristiano esta muerte no es definitiva, él sabe que resucitará, porque espera en Dios y no quedará defraudado para siempre.

 

Muerte, “Tu recuerdo me ayuda a vivir de prisa”

Pero mientras vive, el cristiano es un ser “dividido”: lleva siempre en sí la posibilidad de pecar gravemente y la herida de las faltas cotidianas. No conoce la hora ni la calidad de su muerte. La muerte es siempre posibilidad de condenación o reconciliación. El cristiano sabe bien que su muerte está ya vencida, pero en Jesucristo solamente; y todo depende de la profundidad de su inserción a Él.

Qué lejos está esta perspectiva de la “Cultura de la muerte” que lleva al aborto, a la eutanasia y al suicidio. No. Para el cristiano, pensar en la muerte es pensar en la vida.

No hay nada que nos enseñe tanto a vivir como pensar en nuestro último día. A la luz de este día se descubre que vivir corre prisa, como decía Martín Descalzo: “Hay que quererse mucho en esta tierra, el poco tiempo que se nos conceda. No vale la pena ignorarse y desconocerse para luego lamentar, tras la partida, el no haberse querido suficientemente. Yo hablo de la muerte, porque en lugar de amedrentarme me acicatea, porque en lugar de apocarme, me da unas tremendas ganas de vivir y de amar”.





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