La Buena Noticia de Jesucristo es para todos, y bien puede resumirse en una afirmación de san Justino, ya dicha desde el siglo II: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”.
Sintética y contundentemente, el gran apologeta de la fe cristiana nos da pauta clara para iluminar la perpetua necesidad de razones para ir adelante como individuos, como naciones o como especie. Y aunque hay quienes cancelan de su horizonte existencial toda referencia religiosa, sigue teniendo un peso absoluto el valor y dignidad de toda vida humana, pues sin afirmarlo así, ya estaríamos abonando a una falsa cultura que justifica la muerte.
En unos pocos días la Arquidiócesis de México caminará hasta Santa María de Guadalupe, en el Tepeyac, y será una peregrinación que no se queda en tradición y costumbre anual: es manifestación de la fe recibida, vivida y celebrada en el mensaje de Jesucristo, el Evangelio de la Vida.
Al caminar y proclamar públicamente su fe, la Iglesia reitera su compromiso y entrega a toda causa noble, a cada esfuerzo de paz y justicia, a todo impulso que nos lleve a una sociedad más humana. Hasta Ella, Madre de Dios Verdadero y Madre nuestra siempre cercana, caminamos para animar los trabajos pastorales y el compromiso de servicio a la Patria, con ella nos fortalecemos buscando la gloria a Dios que quiere una vida auténticamente humana para todos los hombres.
Ante Ella suplicaremos por la paz mundial, tan amenazada siempre por rivalidades que acentúan las diferencias y odios; ante Ella rogaremos por la fraternidad que subraya coincidencias entre los pueblos y enlaza a los extraños en una colaboración respetuosa y honesta; ante Ella seguiremos afirmando el valor de toda -¡toda!- vida humana, desde el momento de su concepción hasta su término natural.
El Papa Francisco nos ha compartido su mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo, a realizarse en febrero próximo, y con él seguimos afirmando que ni la eutanasia ni el suicidio asistido son coherentes con la dignidad humana ni con la gloria de Dios, que ni la injusticia ni la opresión deben caber en quien se reconoce como criatura de Dios o al menos habitante de este mundo; que el respeto a la conciencia nos hace dignos del nivel de civilización que hemos alcanzado.
Si miramos con un poco de sentido común, hemos de afirmar que los verdaderos actos de civilización y progreso están en clave de vida y promoción, no en caminos de guerra, abuso o muerte.
Y ya podrán aparecer numerosos pretextos para la amenaza, la venganza o hasta el ataque a quien piensa y hace de modo diverso al propio, pero un acto de auténtica inteligencia y poder debidamente ejercido nos ha de conducir a la paz y el respeto a la vida.
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