Papa Francisco: Las conclusiones del Sínodo deben aplicarse en toda la Iglesia

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COLUMNA

Columna invitada

Pecados que claman al cielo

El pecado sigue actuante y presente en medio de nuestra humanidad, siguen dañándonos y alejándonos de Dios.

13 diciembre, 2022

El pecado es una acción que el hombre realiza, ofende a Dios, daña al prójimo y a la propia persona. Desde la perspectiva paulina el pecado es una “realidad” que habita en el interior del creyente, lo esclaviza y lo conduce a hacer el mal (Cf. Rom 7, 23). Es el “obstáculo” que le impide “hacer lo bueno”, pues el hombre, dominado por el pecado, es inclinado a “hacer lo malo”: puesto que no hace el bien que quiere, sino que obra el mal que no quiere (cf. Rom 7, 18). Esta acción no solo denigra al hombre, sino que es una acción que está en contra de lo que Dios quiere, pero más aún, es una acción que daña a los hermanos.

El Catecismo de la Iglesia expresa que el pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). De esta manera, el pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones; y no sólo propicia un alejamiento de Dios, sino que muchas veces es una acción que va contra los hermanos (cf. Catecismo 1850). Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). Esta rebelión causa mal a todos, va en contra de lo que Dios nos ha dado y se acrecienta de manera impresionante. El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios, dice San Agustín, (De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que, obedeciendo al Padre, murió y resucitó para darnos la salvación (cf. Flp 2, 6-9).

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana (Cf. Catecismo 1849). Es una palabra, un acto o deseo contrario a la ley de Dios. Los pecados son quebrantos a la ley de Dios, daño a la dignidad del prójimo y daño profundo al que los comete. Sus manifestaciones son variadas: pecados espirituales y carnales, pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. Es colocarse en un camino y actitud diametralmente opuesto a lo que Dios quiere y espera de nosotros.

Pecados que claman al cielo

El pecado como ofensa a Dios es también una realidad que daña y destruye a la comunidad. El catecismo de la Iglesia habla de los pecados que claman al cielo (Catecismo 1857):

– La sangre de Abel (Gn 4, 10)

– El pecado de los sodomitas (cf. Gn 13, 20; 19, 13)

– El clamor del pueblo oprimido en Egipto (Ex 3, 7-10)

– El lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (Ex 22, 20-22)

– La injusticia para con el asalariado (Dt 24, 14-15; Jc 5, 4)

Estos relatos bíblicos muestran experiencias reales de situaciones vividas y padecidas por la humanidad. En ellas está plasmada la experiencia de violencia, opresión y padecimientos que muchos han vivido y aún viven. Cada una lleva dentro de sí su causa: la maldad en el corazón del hombre que desemboca en una incapacidad misericordiosa para con los pobres y necesitados. Son ocasionadas por el pecado que se convierten en gritos reales y dolorosos que suben hasta Dios. Son experiencias duras y dolorosas que el pueblo de Dios padeció y gritó. Y, hoy, seguimos escuchando estos gritos; seguimos en medio de la violencia, de la incertidumbre, de la pobreza y de la muerte.

¿Quién nos salvará?

La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor:

“De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias (Catecismo 1853). Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20).

En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado. La raíz de este mal está en lo profundo del hombre, tal como el mismo Pablo lo expresaba: “el pecado habita en mí… Pobre de mí ¿quién me salvará?” (Cf. Rom 7, 7; 8, 1). Pablo, constatando la presencia del pecado en el corazón del hombre, de manera maravillosa constata igualmente que el Espíritu habita también en nosotros y es la fuerza capaz de contrarrestar al pecado y liberarnos de él. Pues la ley del Espíritu, en Cristo Jesús, da vida, liberándonos de la ley del pecado y de la muerte (Cf. Rom 8, 2).

Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos (Catecismo 1851). Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (Cf. Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados. Por eso Pablo concluye que es el Espíritu del Resucitado quien nos libera de ese terrible mal.

El pecado sigue actuante y presente en medio de nuestra humanidad, siguen dañándonos y alejándonos de Dios. Pero la fuerza de Dios por medio de su Espíritu también permanece en nosotros. No estamos solos a merced del pecado, el Resucitado, con su muerte y resurrección, nos ha otorgado la fuerza para vencer todo mal; su espíritu habita en nosotros. El deseo de Pablo se vuelve importante: “No reine pues el pecado en vuestro cuerpo mortal. No hagan de sus miembros instrumentos de injusticias al servicio del pecado, más bien ofrézcanse ustedes mismos como resucitados a la vida nueva, como instrumentos de justicia al servicio de Dios, viviendo en la santidad (Cf. Rom 6, 12-14).

Escrito por: Ulises Morales Contreras, cjm. Docente de Teología de la Universidad Intercontinental (UIC) y director de la revista de teología: Voces. Diálogo misionero contemporáneo.