¿Cuál es la diferencia entre amar a Dios y temer a Dios?

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La mujer en la Iglesia del siglo XXI

La mujer en la Iglesia del siglo XXI
Doctora Irma Patricia Espinosa Hernández.
Creatividad de Publicidad

Ya en los Evangelios, particularmente el de Lucas, se describe la importancia del sexo femenino en momentos culminantes del relato sagrado. Por ejemplo: es un grupo nutrido de mujeres quienes, junto con sus discípulos, constantemente acompañan al Señor y serán algunas de ellas, junto con Juan, quienes se quedan a su lado a los pies de la cruz.

Se hace necesario señalar, en este punto, que la presencia femenina del Nuevo Testamento no es meramente social, es decir, no son acompañantes de Jesús, sino compañeras y discípulas, y ello significa que su papel y labor no sólo se limita a lo doméstico o anecdótico.

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Vemos entonces cómo distintas mujeres -en contextos diversos- interpelan al Hijo de Dios, implícita o explícitamente, y Él les responde y, sobre todo, les trata como iguales, sin la discriminación de la que eran objeto en su época y a consecuencia de su condición femenina.

De estas interacciones y vínculos surgirán una serie de enseñanzas que forman parte del mensaje evangélico que hoy por hoy siguen siendo la brújula que guía nuestro camino de vida y fe. Son las hermanas de Lázaro: Marta y María; María Magdalena, María su Madre, y ya en los tiempos paulinos, Febe la diaconisa, y otras muchas, quienes dan testimonio de la trascendencia e importancia que el Salvador les reconoce como creación divina, siendo el culmen de este rol el que el Verbo se haya hecho carne en María.

Asimismo, y sin tratar de imponer ningún tinte feminista posmoderno, son mujeres quienes en varias ocasiones reciben, entienden y traducen con mayor claridad el mensaje de Jesús, y responden a éste con más congruencia y prontitud que algunos de sus discípulos varones, ejemplos contundentes de ello los tenemos, por un lado, en la unción de pies que María le realiza a Cristo, y más tarde en los acontecimientos del relato del sepulcro vacío.

Es evidente, aunque hoy en pleno siglo XXI se trate de negarlo, que existen diferencias notables e incuestionables, sobre el modo de ser y hacer femenino, y la manera de ser y actuar del género masculino. Lo anterior nos lleva a reconocer que hombres y mujeres solemos ser más hábiles en ciertas actividades que no en otras respecto del sexo opuesto y por tanto, actuando bajo este principio, buscar siempre enriquecer la dinámica de la Iglesia, y por qué no decirlo, purificar aquello que con el paso de los años se había de alguna manera estancado o incluso corrompido.

El Papa Francisco ha hecho profundos cambios en lo que constituye, por ejemplo, la apertura a la participación femenina en altos cargos de la Curia romana, no por el solo hecho de ser mujer o como resultado de un sistema de “cuotas”, sino basado en las cualificaciones profesionales que poseen las nominadas: Francesca Di Giovanni se encuentra en la Secretaría de Estado del Vaticano como responsable de la relación con organismos multilaterales. Asimismo, la Dirección de los Museos vaticanos la tiene Bárbara Jatta.

Lo mismo sucede en distintos dicasterios, el de comunicación con Natasa Govekar, entre otras, de suerte que actualmente en la plantilla de los trabajadores del Vaticano el 21% corresponde a mujeres en todo tipo de niveles administrativos y de liderazgo.



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No obstante, en marzo del 2018 la revista mensual Mujeres, Mundo, Iglesia denunció el abuso de poder y la explotación que “tradicionalmente” sufren las religiosas en ocasión de servir a cardenales y obispos y que evidenciaba que la mujer en general y las religiosas en particular, eran vistas por un buen número de miembros del clero como personas de segunda categoría y a las que algún periodista nombró “monjas pizza” por la poca valía y reconocimiento que se da a su servicio.

Precisamente a raíz de ese escándalo, en el último encuentro de la Unión Internacional de Superiores Generales se estableció una comisión internacional que se hará cargo de toda esa problemática, incluyendo los abusos sexuales cometidos por el clero.

Así, es un acto de estricta justicia el reconocer, asumir e implementar que el rol de la mujer en la Iglesia católica no puede seguir siendo el de alguien a quien se le adjudica el trabajo “sucio”, aquella actividad que ningún miembro del clero o la feligresía estaría dispuesto a realizar.

Dice un refrán popular : “El que no conoce a Dios, donde quiera se anda hincando”; es precisamente,  en circunstancias como éstas, donde gracias a la manera femenina de ser, a su legendaria tradición como evangelizadoras, a su natural vocación profética, a la meticulosidad y compromiso con que suelen realizar todo aquello que se les encomienda, a su creatividad, a su forma de abordar , entender y transformar el mundo más allá de pensamientos positivistas, y a los roles que hoy muchos desprecian: el de esposas y madres, que se requiere de una presencia más activa de las mujeres en todos los frentes de la Iglesia y la sociedad, pues no hay que olvidar, como referíamos antes,  que hemos sido llamadas a anunciar , ahora como entonces, que “el sepulcro está vacío”.

*La autora es responsable del Departamento de Desarrollo Humano y Psicopedagogía del Seminario Conciliar de México.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.





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