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07 de Enero del 2018, Epifanía del Señor. La carta a los Efesios, con mucha precisión, nos ha descubierto el significado más profundo de la solemnidad de la Epifanía, tan querida en las liturgias orientales y de tan hondas raíces en la religiosidad popular: El “misterio” que celebramos nos recuerda que los gentiles, que no […]

07 de Enero del 2018, Epifanía del Señor.

La carta a los Efesios, con mucha precisión, nos ha descubierto el significado más profundo de la solemnidad de la Epifanía, tan querida en las liturgias orientales y de tan hondas raíces en la religiosidad popular: El “misterio” que celebramos nos recuerda que los gentiles, que no éramos pueblo escogido, “por el Evangelio hemos sido llamados a ser coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa en Jesucristo”. Esto mismo hoy se ha proclamado con gran colorido y con cuadros luminosos tanto en la lectura del profeta Isaías como en el Evangelio de San Mateo.

La profecía de Isaías es una intuición y un canto al universalismo de la salvación. Hacia Jerusalén, “revestida de luz”, símbolo de la presencia del Señor, se encaminan gentes de todos los puntos cardinales. El profeta rompe la concepción cerrada, integrista y exclusivista de la salvación cuando nos dice: “Los extranjeros, que se han unido al Señor para servirlo y para amar su Nombre… los conduciré sobre mi monte santo y los llenaré de alegría en mi casa de oración. Sus holocaustos y sus sacrificios serán agradables sobre mi altar, porque mi templo se llamará casa de oración para todos los pueblos”.

Con fantasía y con imaginación oriental el Evangelio nos transmite la reflexión de la primitiva Iglesia sobre la universalidad de la salvación en Cristo. La estrella que aparece en el horizonte a unos extranjeros, no pertenecientes al pueblo oficial de Dios, es la demostración palmaria de que Jesús ha venido para todos. Si la salvación proviene de los judíos, según dirá el mismo Jesús a la samaritana, la salvación se extiende a todos los pueblos: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. La figura central de los magos simboliza a todo hombre y mujer que con verdadera sabiduría y con sincero corazón se dejan guiar por los signos que Dios les envía, cumpliéndose así lo que el mismo Jesús dirá: “Muchos de oriente y de occidente vendrán y se sentarán en la mesa del Reino”.

La salvación es para todas las razas, para todas las culturas, para todas las edades y para todos los tiempos. Nadie puede sentirse excluido de este llamado a la fe y a la salvación en Cristo-Epifanía. Pero la fe no se impone. La fe es una invitación, es un regalo que Dios da y supone la aceptación libre y generosa. La meta o el objetivo de la fe es la aceptación de Jesús en nuestra vida. Lo esencial de la fe cristiana es la opción por Cristo adorado como Dios y hombre, a quien se entrega el corazón y toda la vida: “Y postrándose en tierra, le adoraron, y después le ofrecieron sus dones”. Evidentemente el que acepta a Jesús también acepta su doctrina y acepta el camino que él señala para llegar a la vida eterna.

Al hablar de la fe estamos hablando del sentido más profundo de esta fiesta. El significado más genuino de la narración evangélica nos lleva a afirmar que se trata de una iluminación interior y personal que llevó a estos personajes misteriosos a encontrar a Cristo: “Al ver la estrella, ellos se llenaron de inmensa alegría, entraron en la casa y vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose lo adoraron”. Esta es la Epifanía que hoy nosotros queremos celebrar: Una Epifanía, es decir, una manifestación de Cristo Jesús, que nos llama y nos invita a que lo encontremos a Él, junto a su Madre. Una Epifanía así se realiza cuando se da el misterioso encuentro entre Dios y nuestra libertad. Entonces en nosotros brillará una gran luz y una inmensa alegría nos invadirá. Todo esto se puede realizar en lo más íntimo de nuestro ser, gracias a la fe, que nos da una gran seguridad de que Cristo, y sólo Él, es la verdad, la esperanza y la salvación. Es una certeza que no viene de nosotros, ni de nuestras capacidades o conocimientos, sino que viene del Espíritu Santo, ya que es el Espíritu Santo, el que “da testimonio” de Jesús, porque “nadie puede decir que Jesús es El Señor si el Espíritu no se lo concede”.

Para tener el encuentro personal con Cristo que se nos manifiesta, es necesario dejarnos llevar por las pequeñas señales que el Espíritu de Dios nos envía.  Muchos hombres de buena voluntad han encontrado a Jesús porque se han puesto a rezar un poco, quizá al principio con cierta repugnancia, después de tanto tiempo sin hacerlo; otros lo han descubierto en un acontecimiento alegre o doloroso de su vida; algunos más, cuando han vencido su egoísmo y han salido en ayuda de sus hermanos necesitados; otros tantos han sentido la presencia del Señor cuando han sido capaces de perdonar y se han reconciliado con su prójimo. Este es el misterioso poder de los signos, del cual nos habla hoy el Evangelio, los magos supieron leer y seguir esos signos; los discípulos de Emaús también se dejaron llevar por los signos, pues aunque su corazón ardía cuando iban por el camino y escuchaban la explicación de las Escrituras, sin embargo reconocieron a su Señor en la fracción del pan. Este gesto simbólico y sacramental hizo que cayera el velo de sus ojos y reconocieran al Resucitado.

La Eucaristía es una Epifanía de Cristo, es más, la Epifanía por excelencia. Por desgracia para muchos la celebración de la Santa Misa sólo es un rito, o a lo más una bella ceremonia, y por eso la abandonan. Es necesaria la fe, son necesarios los ojos que puedan ver la realidad que esconden los signos. Aquella estrella en el cielo de Jerusalén brilló para todos, pero sólo fueron tres los que descubrieron su verdadero significado. Es necesario venir a la Eucaristía con verdadera fe para romper el velo y poder reconocer a Cristo Pan de Vida. Cuando es la fe la que nos trae a la Eucaristía nuestra celebración se convierte en una gran luz en nuestro caminar, nos transmite una paz y una alegría que nadie nos puede quitar, porque realiza en nosotros un verdadero encuentro con Cristo que es nuestra salvación.

Es muy bueno hacer nuestra la actitud de los pastores y de los magos que, al escuchar la voz, al ver la luz en el oriente, se pusieron en camino y después de mucho preguntar y en medio de adversidades se encontraron con el Señor. Pero será mucho mejor si nosotros mismos nos convertimos en voz y luz, en ángel y estrella para los demás, anunciándoles la Buena Nueva, anunciándoles que Cristo está vivo y que está esperando a todo aquel que quiera la salvación.