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/ OPINIÓN
LETRAS MINÚSCULAS
Por JUAN JESÚS PRIEGO
Sacerdote, periodista y escritor de la Arquidócesis de San Luis Potosí.
en la de aquellos a quienes mataría su ausencia. ¿No había sido egoísta?
Muchos años de una psicoterapia de pacotilla y cientos de miles de libros de autoayuda inspirados en ella nos ha en- señado a creer que lo primero que cuenta es nuestra persona, nuestros complejos y nuestra felicidad.
En la época en que su madre se estaba muriendo –cuenta William J. Doherty en su libro Soul Searching- una mujer estaba en terapia con un analista muy afamado, y cuando ésta le habló del deber de estar junto a su madre durante sus últimos días, el terapeuta le hizo esta pregunta:
«-¿Y qué cosa es su madre para usted en este momento?».
En otras palabras, ¿por qué sacrificarse por una madre, un padre, un hijo o un cón- yuge? ¿Por qué pensar en ellos, si nuestro primer deber es para con nosotros?
A veces pienso que, en cierto sentido, al insistir tanto en el yo y tan poco en el nosotros, la psicología ha acabado convir- tiéndonos en hombres y mujeres profun- damente egoístas y antisociales. Antisociales en el sentido de que los demás influyen cada vez menos a la hora de tomar las decisiones que supuestamente habrán de llevarnos nuestra tan anhelada «auto- rrealización». Pero se trata sólo de una sospecha, y no sé si será infundada.
Sea como sea, Santo Tomás tenía razón: el suicidio, aparte de ser un pecado (es decir, una grave ofensa al Dios de la vida), es también un rechazo de los demás, un desprecio que los hiere: es tomar, con res- pecto a ellos, una distancia infinita. El mun- do ha dado vueltas, y ya no soy más aquel joven estudiante de filosofía que quería criticarlo todo. Ahora la vida me ha ense- ñado que no es prudente despreciar la sabiduría de los antiguos. Recuerdo el caso de una mujer cuyo marido se había suici- dado disparándose un tiro a la cabeza: ¡con qué rencor hablaba de él! «Me ha dejado sola, sola», decía gritando. «¡Lo odio!».
Ahora el que miraba dolorosamente era yo. Así miraba a aquella mujer. Porque tenía razón, la habían dejado sola. ¡Ah, mi querido Santo Tomás, qué superficial fui, con qué ligereza tomaba tus reflexiones!...
           l enemigo de todos
@desdelafemx
deberían hacerlo, para saber si no es pre- cisamente ésa la noche en que usted de- cidió suicidarse, o sencillamente si no tiene necesidad de compañía, si no se dispone a salir. Pero no, si los amigos le telefonean, tenga usted la seguridad de ello, lo harán en la noche en que usted no está solo y en que la vida le parece hermosa».
En el fondo, me decía a mí mismo, los culpables son siempre los otros por no llamarnos cuando deberían hacerlo. Por dejarnos solos tanto tiempo. ¡Que se diga que el suicidio atenta contra el amor debido a nosotros mismos, o, incluso, contra el amor que debemos a Dios, que fue quien nos dio la vida, pero no que atenta contra el amor de los demás: eso no, eso nunca!
Recuerdo haber dicho todo esto a mi viejo profesor de ética, que se me quedó mirando dolorosamente. Lo único que acertó a decirme fue una frase tomada del Evangelio: «Esto no puedes comprenderlo ahora, pero lo comprenderás más tarde» (Juan 13,7).
Sí, fue mucho más tarde cuando lo com- prendí, y sólo después de haber escuchado la queja de muchos que no hallaban la manera de sobrevivir a sus muertos vo- luntarios. Casi todos ellos se mostraban ofendidos, ultrajados, llenos de desprecio: aquella muerte solitaria, silenciosa, los había matado a ellos también.
Pienso, por ejemplo, en el caso de aquel padre de familia que se ahorcó en su re- cámara mientras en el cuarto de enfrente respiraban dos niños que se quedarían solos a merced de la vida. ¿No era justo pensar en ellos? ¿No era necesario que aquel hombre aceptara su desesperación como el precio que había que pagar para no dejar solos a aquellos seres que tanto lo necesitaban? Pero me temo que él pensó únicamente en su propia soledad y nada
ER
ecuerdo que cuando en mis tiempos de estudiante de fi- losofía tuve que leer algunos textos de Santo Tomás de
Aquino (1225-1274), me sorprendió descu- brir que, para este santo y sabio varón, una de las razones por las que el suicidio re- sultaba inaceptable era porque rompía los lazos que unen al individuo con la socie- dad. Más que sorprenderme, esta manera de ver las cosas francamente me chocó.
Estaba de acuerdo en que el asesinato de uno mismo era algo moralmente re- probable; que se trataba de una acción que había que evitar aún en las situaciones más desesperadas, etcétera; lo que no lo- graba comprender era qué tenía que ver en ello la sociedad.
Si mi memoria no me falla, mis pensa- mientos en aquella época discurrían más o menos por estos caminos: «Puesto que nadie se suicidaría si no se sintiera solo, la sociedad, de alguna manera, es culpable de esa muerte. ¿Por qué nadie va a buscar al desesperado para arrebatarle el arma que dentro de poco utilizará contra sí mis- mo? ¿Por qué nadie lo llama para pregun- tarle si se encuentra bien, si no necesita compañía o por lo menos una palmada cariñosa en el hombro? En la vasta ciudad en la que vive y sufre, nadie piensa en su pobre persona, nadie lo recuerda. ¡Y ahora resulta que es él quien corta los lazos, es decir, el que viola la ley! ¡Pues no, no y no! La razón debe ser otra, porque ésta me parece insuficiente además de injusta para con el desesperado».
Por aquel entonces, yo acababa de leer La caída de Albert Camus (1913-1960) y aún resonaban en mi interior algunas frases de ese monólogo admirable: «Sobre todo no vaya a creer usted que sus amigos le telefonearán todas las noches, como
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