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 domingo 4 de julio de 2021 L’OSSERVATORE ROMANO página 3 A los diáconos permanentes el Papa pide que sean centinelas que vean a Jesús en los pobres
Ni “medio sacerdotes” ni “monaguillos de lujo”
 «No “medio sacerdotes”, o curas de segunda categoría, ni “monaguillos de lujo”», sino «servidores solícitos que hacen todo lo posible para que nadie quede excluido y el amor del Señor toque concretamente la vida de las personas»: así ve Francisco a los diáconos permanen- tes. Lo dijo a los de la diócesis de Roma, recibidos en audiencia con las familias en la mañana del 19 de ju- nio, en el aula de las Bendiciones.
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días y bienvenidos!
Gracias por la visita.
Os agradezco vuestras palabras y vuestros testimonios. Saludo al cardenal vicario, a to- dos vosotros y a vuestras familias. Me alegro de que tú, Giustino, hayas sido nombrado director de Cáritas: mirándote creo que cre- cerá, ¡eres el doble de alto que don Ben, ade- lante! (ríen, aplausos). Me alegro también de que la diócesis de Roma haya retomado la antigua costumbre de confiar una iglesia a un diácono para que se convierta en una dia- conía, como ha hecho contigo, querido An- drea, en un barrio obrero de la ciudad. Os sa- ludo a ti y a tu mujer Laura con afecto. Espe- ro que no termines como san Lorenzo, pero sigue adelante (ríen).
Ya que me habéis preguntado qué espero de los diáconos de Roma, os diré algunas cosas, como suelo hacer cuando me encuentro con vosotros y me detengo a hablar con algunos. Comencemos reflexionando un poco sobre el ministerio del diácono. El camino princi- pal a seguir es el indicado por el Concilio Va- ticano II, que entendió el diaconado como «grado propio y permanente de la jerar- quía». La Lumen gentium, después de describir la función de los presbíteros como una parti- cipación en la función sacerdotal de Cristo, ilustra el ministerio de los diáconos, «que re- ciben —dice— la imposición de las manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ser- vicio» (n. 29). Esta diferencia no es insignifi- cante. El diaconado, que en la concepción anterior se reducía a una orden de paso al sa- cerdocio, recupera así su lugar y su especifi- cidad. El mero hecho de subrayar esta dife- rencia ayuda a superar la lacra del clericalis- mo, que sitúa a una casta de sacerdotes “por
encima” del Pueblo de Dios. Este es el nú- cleo del clericalismo: una casta sacerdotal “por encima” del Pueblo de Dios. Y si esto no se resuelve, seguirá el clericalismo en la Iglesia. Los diáconos, precisamente por estar dedicados al servicio de este Pueblo, nos re- cuerdan que en el cuerpo eclesial nadie pue- de elevarse por encima de los demás. En la Iglesia debe prevalecer la lógica opuesta, la lógica del abajamiento. Todos estamos lla- mados a abajarnos, porque Jesús se abajó, se hizo siervo de todos. Si hay alguien grande en la Iglesia es Él, que se hizo el más peque-
En definitiva, se podría resumir la espiritualidad diaconal, es decir, la espiritualidad del servicio, en pocas palabras: disponibilidad dentro y apertura fuera. Disponibles dentro, desde el corazón, dispuestos a decir sí, dóciles, sin hacer girar la vida en torno a la propia agenda
ño y el siervo de todos. Todo comienza aquí, como nos recuerda el hecho de que el diaco- nado es la puerta de entrada al Orden. Y diá- cono se permanece para siempre. Recorde- mos, por favor, que siempre para los discípu- los de Jesús amar es servir y servir es reinar. El poder reside en el servicio, no en otra co- sa. Y como tú has recordado lo que digo, que los diáconos son los custodios del servicio en la Iglesia, por consecuencia se puede decir que son los custodios del poder “verdadero” en la Iglesia, para que nadie vaya más allá del poder del servicio. Pensadlo.
El diaconado, siguiendo el camino marcado por el Concilio, nos lleva así al centro del misterio de la Iglesia. Así como he hablado de “Iglesia constitutivamente misionera” y
de “Iglesia constitutivamente sinodal”, digo que deberíamos hablar de “Iglesia constitu- tivamente diaconal”. Si no se vive esta di- mensión del servicio, todo ministerio, en efecto, se vacía por dentro, se vuelve estéril, no produce frutos. Y poco a poco se vuelve mundano. Los diáconos recuerdan a la Igle- sia que lo que descubrió Santa Teresita es cierto: la Iglesia tiene un corazón quemado por el amor. Sí, un corazón humilde que pal- pita con el servicio. Los diáconos nos lo re- cuerdan cuando, como el diácono san Fran- cisco, llevan a los demás la cercanía de Dios sin imponerse, sirviendo con humildad y ale- gría. La generosidad de un diácono que se entrega sin buscar las primeras filas huele a Evangelio, nos habla de la grandeza de la humildad de Dios que da el primer paso —siempre, Dios da siempre el primer paso— para salir al encuentro incluso de los que le han dado la espalda. Hoy también debemos prestar atención a otro aspecto. La disminu- ción del número de sacerdotes ha llevado a la dedicación prevalente de los diáconos a ta- reas de suplencia que, aunque importantes, no constituyen la naturaleza específica del diaconado. Son tareas de suplencia. El Con- cilio, después de hablar del servicio al Pue- blo de Dios «en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad», subraya que los diáconos están sobre todo —sobre todo— «dedicados a los oficios de la caridad y de la administración» (Lumen gentium, 29). La frase recuerda los primeros siglos, cuando los diá- conos atendían las necesidades de los fieles, especialmente de los pobres y los enfermos, en nombre y por cuenta del obispo. También podemos acudir a las raíces de la Iglesia de Roma. No pienso sólo en san Lorenzo, sino también en la decisión de dar vida a las dia- conías. En la gran metrópoli imperial se or- ganizaron siete lugares, distintos de las pa- rroquias y distribuidos por los municipios de la ciudad, en los que los diáconos realizaban una labor capilar en favor de toda la comuni- dad cristiana, en particular de los “más pe- queños”, para que, como dicen los Hechos
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