Foto: Especial
Pbro. Samuel Velásquez Serrano
“Marcelo es como un hermano para mí”, decía el padre de Lucía. Era el amigo de siempre, incluso tenía un juego de llaves de la casa, “por si una emergencia”. Pero la verdadera llave que le entregaron fue otra, la de la confianza sin límites y la intimidad sin testigos. Cuando Lucía comenzó a tener pesadillas y bajaron sus notas, pensaron que “cosa de la edad”. Nadie imaginó que, bajo el mismo techo, el “tío Marcelo” abusaba de ella desde hacía años, hasta que intentó quitarse la vida. La herida más profunda fue la confianza mal entendida que abrió todas las puertas.
Ocho de cada diez víctimas de abuso sexual infantil conocen a su agresor y el 96% de los abusadores no tiene antecedentes penales. No son monstruos evidentes, son personas queridas y cercanas. Podríamos llamarlo el síndrome de la confianza heredada, creer que la amistad entre adultos da permiso automático de acceso y autoridad sobre los hijos. Pero la confianza entre padres no debe confundirse con intimidad no supervisada; esa confusión es el terreno fértil donde el abuso germina.
Los padres son los primeros y principales educadores. Esa misión no se delega ni se comparte sin discernimiento. San Agustín recordaba que la prudencia es el amor que escoge con sagacidad. El amor que protege no es ciego, ve con los ojos de la prudencia.
Regla de las dos personas: Ningún adulto a solas prolongadamente con un niño, ni siquiera familiares o amigos íntimos. No es desconfianza, es estructura de protección.
Supervisión tecnológica: Contraseñas compartidas, revisión de mensajes, sin dispositivos con cámara en habitaciones. No se espía, se custodia.
Redefinir la confianza: La amistad con los padres no da acceso libre a los hijos.
Enseñar a decir “no”: El cuerpo es templo del Espíritu Santo (1Cor 6,19). Ningún secreto ni toque incómodo.
Creer antes de entender: Pesadillas, rechazo o tristeza repentina son señales hablan antes que las palabras.
Reconocer el grooming: Regalos, juegos, secretos o halagos pueden ser manipulación.
Crear espacios de diálogo: Preguntar sin miedo: “¿Alguien te ha hecho sentir incómodo?”
“Examínenlo todo y quédense con lo bueno” (1Tes 5,21). Examinar no es desconfiar, es amar con los ojos abiertos. Custodiar la dignidad de los menores exige estructuras, no solo buenas intenciones. Hacer imposible el abuso es vivir el Evangelio en lo concreto, incluso en el mundo digital.
Las llaves de la casa pueden prestarse; las del corazón de nuestros hijos, jamás. La verdadera amistad no tiene por qué ofenderse ante los límites, los agradece. Límites son muros de amor, no de sospecha. La prevención no nace del miedo sino de la sabiduría que protege el tesoro más precioso que Dios nos ha confiado. Como un museo sagrado donde cada vida es una joya, el hogar necesita guardianes del amor; quienes al proteger, aman con la mirada de Dios.
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