Ante las elecciones de este año, consideradas como el proceso electoral más grande de la historia de México, conviene recordar lo que la Iglesia nos enseña sobre la autoridad política en la sociedad civil y los deberes que tenemos como ciudadanos cristianos.
El Papa Leon XIII, en su carta encíclica Diuturnum illud, sobre la autoridad política, nos recuerda que la naturaleza humana nos lleva a vivir en sociedad, Dios pensó al hombre en relación con los otros, desde el principio dijo: «No es bueno que esté el hombre solo», por eso se nos da la facultad de hablar, de comunicarnos con otros, formando una sociedad e interactuando unos con otros. El hombre no constituye una especie solitaria y errante, gozan de libre voluntad, pero han nacido para formar una comunidad natural. Ahora bien, no se puede existir ni concebirse una sociedad sin que alguien gobierne y una las voluntades de cada uno de los individuos, para que de muchos se haga una unidad y las impulse dentro de un recto orden hacia el bien común. Por tanto, podemos decir que Dios ha querido que en la sociedad civil haya personas que gobiernen a la multitud.
La Iglesia enseña que el poder viene de Dios, si bien en muchos Estados los gobernantes son elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, esta elección designa el gobernante, es decir, la persona que ejercerá el poder, pero no se confiere el derecho del poder. Para la Iglesia no hay razón para desaprobar el gobierno de un solo hombre o de muchos, con tal de que ese gobierno sea justo y atienda a la comuna utilidad. Para la Iglesia, salvada la justicia, considera que cada pueblo puede adoptar el sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres que les han acompañado a lo largo de la historia.
El Catecismo de la Iglesia Católica señala que los que ejercen la autoridad deben ejercerla como un servicio a la sociedad y nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de la persona y de la ley natural, al contrario, está obligado a respetar los derechos fundamentales de la persona humana, y administrar justicia en el respeto al derecho de cada uno, especialmente de las familias (cfr. CEC 2235-2237).
La autoridad debe ser ejercida con rectitud y puesta al servicio de los hombres, buscando el bien del ser humano y administrando la justicia. Para que la justicia sea mantenida en el ejercicio del poder, es indispensable que los que gobiernan los Estados entiendan que el poder político no ha sido dado para el provecho particular, es decir, no puede ser ejercido para utilidad de aquellos a los que se les encomienda gobernar, sino para el bien de aquellos que le son encomendados.
Por otra parte, el deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad. El amor al servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a la autoridad y corresponsabilidad en el bien común exige moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto y la defensa del país, en caso de que fuera necesario (cfr. CEC 2238-2243).
Los primeros cristianos, siguiendo los pasos de Jesús, daban testimonio de vida, cumpliendo con todas las normas que establecían los gobernantes, porque se regían por una norma superior, la ley del Amor. Así lo atestigua la Carta a Diogneto: «Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. […] Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos y todos los persiguen». Demos testimonio de vida amando y cumpliendo con nuestras obligaciones civiles.
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