Participa cada lunes a las 21:00 horas (tiempo del centro de México) en La Voz del Obispo en Facebook Live. Este lunes 13 de marzo podrás conversar con el autor de este texto sobre la esperanza, Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza, Obispo Auxiliar.
En el artículo anterior reflexionamos acerca de las raíces antropológicas de la esperanza como disposición y actitud del ánimo indispensables para el desarrollo de una vida profunda y plena.
Pero, ¿en qué esperar? ¿en quién esperar? ¿por qué esperar? Hace ya algunos años el Papa Benedicto XVI escribió sobre la esperanza teologal y nos dijo: “Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12).
La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (Jn 13,1; 19,30). Quien ha sido tocado por el amor [de Dios] empieza a intuir lo que sería propiamente “vida”. Empieza a intuir qué quiere decir la palabra esperanza […pues] de la fe se espera la “vida eterna”, la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud”.
En efecto, a lo largo de la vida podemos y necesitamos alimentar muchas y muy diversas esperanzas, cultivar gran número de ilusiones y sueños nobles, secundar deseos y anhelos. Sin embargo, el corazón humano necesita de una esperanza que sea definitiva, que no defraude, que prometa trascendencia y eternidad. Dios, que conoce nuestro deseo natural de creer y de esperar, ha perfeccionado y elevado dicha capacidad infundiendo en nuestra alma una capacidad aún mayor: la capacidad de creer, esperar y de confiar en él, de desearlo a él y de confiar en el cumplimiento de sus promesas; a esa capacidad sobrenatural, por la cual deseamos y confiamos alcanzar a Dios y los bienes que él nos ha prometido, le llamamos virtud teologal de la esperanza.
Así pues, la esperanza es una fuerza y una capacidad sobrenatural que Dios infunde directamente en nuestra alma por medio del bautismo, dándonos así la posibilidad de desear a Dios, de confiar en Dios, de desear la vida bienaventurada y de confiar en que con el auxilio del Espíritu Santo, con la fuerza del mismo Dios, alcanzaremos dichos bienes y seremos introducidos a la vida bienaventurada, a la comunión perfecta con Dios.
Al hablar sobre la esperanza, conviene recordar que Jesús nos ha salvado del vacío y de la muerte eterna, nos ha rescatado del absurdo y de una vida sin sentido. Cristo, habiendo restablecido al precio de su sangre la comunión del hombre con Dios, nos ha abierto las puertas de la eternidad, haciendo que la vida humana adquiriera un sentido pleno y definitivo cuyo garante es Dios mismo a través de la muerte y la resurrección de su Hijo.
Pensemos por unos instantes qué pasaría si, sorpresivamente, desaparecieran de nuestras almas la fe y la esperanza. Sin
duda nos quedaríamos sumergidos en el abismo de la oscuridad y de la confusión, nos convertiríamos en una especie de nómadas en el desierto, sin orientación y sin rumbo.
Ahora bien, aunque la esperanza teologal se orienta principalmente hacia las realidades escatológicas, también se derrama sobre nuestra vida presente, sobre nuestra lucha terrena y se manifiesta como confianza en Dios, en su amor, en su misericordia, en su providencia y en su ayuda incondicional; se expresa como libertad filial, como paz interior que brota de la certeza que Dios nos acompaña y dirige nuestros caminos, porque, como dice san Pablo, “[…] en todas las cosas Dios interviene para el bien de los que lo aman” (Rm 8,28).
¿Soy consciente de que he sido redimido por Cristo, lavado y salvado por su sangre, y que por ello puedo aspirar a la eternidad? ¿Qué significa para mí la vida eterna? ¿Confío en el amor y el auxilio de Dios?
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