En la solemnidad de la Asunción de María, celebramos y recordamos que la Virgen Santísima entra en cuerpo y alma en el cielo al terminar su vida entre nosotros.
Para imaginar los últimos días de María en la tierra, es necesario considerar aquel pasaje del evangelista San Juan en el que Jesús, ya en la cruz, ve a su madre y junto a ella al discípulo amado y les dice: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» y después al discípulo «Ahí tienes a tu madre» (Cfr. Jn 19,25-27), eso nos hace pensar que los últimos días de María, los pasó junto al discípulo de su hijo, y que el Apóstol San Juan fue testigo del tránsito de María; el Señor se la había confiando, por lo que no estaría ausente en el momento de la partida de la madre de su Señor.
Aunque los evangelios no nos narran cómo fueron los últimos días ni la partida de María, San Germán de Constantinopla, en una Homilía sobre la Virgen, considera que la Virgen María «salió de este mundo en estado de vigilia», por lo que exteriormente podría parecer como un dulce sueño, para que pudiera ser llevada al cielo, es decir, asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial.
Ya sólo contemplar el misterio de María, Asunta a los Cielos, es algo muy grande, pero lo es todavía más, cuando consideramos que lo sucedido con María es imagen y anticipo de la Iglesia que se encuentra en camino hacia la patria prometida.
San Juan Pablo II, en la Encíclica Redemptoris Mater nos recuerda que con el misterio de la Asunción a los cielos, se ha realizado definitivamente en María todos los efectos de la única mediación de Cristo Redentor. En el misterio de la Asunción se expresa la fe de la Iglesia, según la cual María “está también íntimamente unida a Cristo.
No es de extrañar que San Juan Damaceno, el más ilustre transmisor de esta tradición dijera: «Convenía que aquella que el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. […] Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios».
Es grande contemplar todo esto en María, y creer que en ella se han cumplido las promesas del Señor, pero todavía es más grande creer que estas promesas también nos las ha hecho el Señor a nosotros, nos ha anunciado el Reino de los Cielos, y nos invita a anhelarlo y buscarlos constantemente, nos ha dicho que él ha preparado una morada para nosotros, en donde contemplaremos, en la Vida Eterna, el rostro de Dios.
Por eso nos alegramos al celebrar la solemnidad de la Asuncion de María, porque podemos ver la obra maravillosa que el Señor realizó con su Sierva, sino que abre la esperanza de lo que el Señor puede realizar con nosotros, por eso elevamos nuestra oración, con la oración final de la liturgia de las horas:
«Dios todo poderoso y eterno, que has elevado en cuerpo y alma a la Inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo, haz que nosotros, ya desde este mundo, tengamos todo nuestro ser totalmente orientado hacia el cielo, para que podamos llegar a participar de su misma gloria.»
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