Son innumerables y muy graves las consecuencias que la pandemia de covid-19 ha ocasionado para la humanidad, generando una estela de dolor, enfermedad, muerte, desequilibrio en múltiples aspectos de la vida: colapso de la economía, pérdida de trabajos, incremento del estrés social y de la violencia intrafamiliar, sensación de vacío y desesperanza, etc.
Frente a este complejo panorama, muchas personas se preguntan:
-¿Dónde está Dios en todo esto?
-Si Dios es amor, ¿es él quien ha permitido tanto sufrimiento, tanto mal, tanto dolor, tantas muertes y tantas tragedias?
-¿Se trata de un “castigo divino”, de una especie de “venganza” o “escarmiento” por los pecados de la humanidad?
-¿Dios ha “querido”, “planeado” y “desatado” esta catástrofe humanitaria?
-¿La ha permitido sin hacer nada para frenarla, a fin de que la humanidad aprenda y rectifique su camino?
Plantearse estas preguntas y desear una respuesta, es natural y comprensible, pero nuestros intentos de respuesta serán siempre insuficientes ante la magnitud de las preguntas.
A esto se añade que la oración de millones de personas ha sido incesante desde que inició la pandemia, y muchos tienen la sensación de que Dios no ha escuchado esas plegarias.
Ante todo lo dicho hasta aquí, cabe recordar lo que dice san Juan, “Dios es amor”. Un Dios “sádico, justiciero y vengativo” no es el que nos ha revelado Jesucristo. Dios es nuestro Padre y nos escucha siempre. Sin embargo, su respuesta no necesariamente es la que nosotros deseamos y no se da en los plazos que, desde nuestra lógica, serían los más convenientes.
Ahora bien, ante la tragedia humana que estamos viviendo, quizá como creyentes tendríamos que situarnos en un nivel distinto de interrogación. Más que preguntarnos si se trata de un castigo, cabría preguntarnos: ¿Qué ha querido decirnos Dios con lo sucedido y qué quisiera decirnos hoy? ¿Qué quisiera Dios que aprendamos de esta crisis mundial en la cual él sufre con nosotros porque nos ama?
Podemos esbozar algún intento de respuesta abriéndonos a la posibilidad de que los trágicos acontecimientos referidos, sin ser para nada deseables, puedan convertirse en una oportunidad inmensa de reflexión, y de crecimiento personal y social, un llamado a valorar lo que es fundamental en la vida; a redescubrir el sentido de ésta y a valorar aún más a las personas que tenemos a nuestro alrededor.
Tal vez también Dios esté llamándonos a una mayor conciencia de situaciones de muerte peores que las originadas por la pandemia, que de hecho ya vivíamos y a las cuales nos habíamos acostumbrado. Hoy sufrimos ante los estragos mortales generados por un virus invisible, pero en muchos casos nuestras decisiones libres también han hecho daño; más aún, hay realidades a nuestro alrededor, totalmente visibles, que generan más dolor y muerte que la pandemia, aunque ésta por el momento se imponga por su aplastante evidencia.
En este sentido, cabe comparar el número de fallecimientos durante la pandemia, con el número de fallecidos por hambre y desnutrición, por violencia a causa del crimen organizado, por el aborto provocado, por la eutanasia, por los feminicidios, por la injusta imposibilidad de acceso a los servicios médicos, por la violencia migratoria, etc. No estaría de más caer en cuenta, por ejemplo, de cuánta muerte y descomposición se genera cada día en el alma de millones de personas: adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos a causa de la pornografía.
En suma, la tragedia que estamos viviendo, aunque también para Dios representa dolor porque nos ve sufrir, puede ser también una “alerta de gracia”, una oportunidad de crecimiento y maduración, una nueva posibilidad de conversión; un nuevo llamado a tomar una postura clara contra todas las expresiones de la cultura de la muerte, un llamado a valorar lo esencial de la vida y a volver nuestra mirada hacia Dios y hacia nuestro prójimo, reconociéndonos como miembros de una misma familia humana y como hijos de un mismo Padre.
Tratemos de mirar lo que estamos pasando como un llamado urgente de parte de Dios a tomar decisiones valientes en un momento histórico en los ámbitos personal, familiar, social y eclesial, sabiendo que con Jesús abordo de nuestra barca no podemos naufragar, pese a la ferocidad de las olas y de los vientos.
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