A 34-year-old woman is sitting in the dark room and using her smartphone.
Como miembros vivos de la Iglesia peregrina, continuamos viviendo el año jubilar de la esperanza. No obstante, hay realidades que si no asumimos desde Dios, podrían debilitar nuestra esperanza, por ejemplo, las pruebas y sufrimientos.
Precisamente cuando llegan las crisis, los vendavales, las dudas, las dificultades y las persecuciones o incomprensiones por causa de la fe y la fidelidad a Dios, es cuando más tocamos fondo y nos damos cuenta de que nuestras solas fuerzas no bastan para sostenernos en la vida y en la fe, y que necesitamos de Dios.
Hay innumerables situaciones, acontecimientos y experiencias difíciles o dolorosas que ocurren en nuestra vida, algunas como fruto de las circunstancias, otras como consecuencia de nuestros actos libres (acertados o equivocados, buenos o malos) y otras más como manifestación especial de la pedagogía amorosa de Dios. Estas dificultades siempre nos resultan dolorosas y confusas porque derriban nuestras seguridades y nos hacen sentirnos completamente débiles.
Las pruebas o acrisolamientos adoptan diversos rostros: dificultades, sufrimientos propios o de algún ser querido, carencias, humillaciones, constatación cruda del propio pecado, experiencia profunda de las propias fragilidades, fracasos, obstáculos, abandonos, pérdidas, rechazos, enfermedades, arideces espirituales, falta de ánimo, confusión, oscuridad en la fe, pérdida de esperanza, sensación de incomprensión o rechazo; padecimiento de calumnias o maledicencias, etc.
Pero, justamente en los momentos de prueba y de tribulación, cuando nuestra esperanza parece eclipsarse, es más necesario apoyarnos en Dios, dejarnos animar por Él, escuchar su voz que nos consuela diciéndonos:
“No temas, porque yo estoy contigo, no te inquietes, porque yo soy tu Dios; yo te fortalezco y te ayudo, yo te sostengo con mi mano victoriosa” (Is 41,10).
“Sión decía: «El Señor me abandonó, mi Señor se ha olvidado de mí». ¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré! Yo te llevo grabada en las palmas de mis manos, tus muros están siempre ante mí” (Is 49,14-16).
Así pues, ante todo aquello que pudiera debilitar nuestra esperanza, el Señor nos invita a abrirle el corazón, a confiar más plenamente en él, a abandonarnos a él, sabiendo que de cada prueba asumida con fe Dios sacará frutos para nuestra vida y para nuestro camino de fe, y nos hará crecer en libertad interior: “El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó” (Ap 21,4).
Jesús, pues, camina siempre a nuestro lado para infundirnos confianza y consuelo y nosotros podemos decirle con los obispos latinoamericanos en Aparecida:
Quédate con nosotros Señor, acompáñanos aunque no siempre hayamos sabido reconocerte. Quédate con nosotros porque en torno a nosotros se van haciendo más densas las sombras, y Tú eres la luz; en nuestros corazones se insinúa la desesperanza, y tú los haces arder con la certeza de la pascua. Estamos cansados del camino, pero tú nos confortas en la fracción del pan para anunciar a nuestros hermanos que en verdad Tú has resucitado y que nos has dado la misión de ser testigos de tu resurrección.
Los efectos positivos de la prueba
Cuando vivimos el sufrimiento abriendo el corazón a Dios, esperando en él contra toda esperanza, confiando plenamente en su sabiduría y en su amor, crecemos en humildad y realismo, alcanzamos una imagen más purificada de nosotros mismos, somos fortalecidos interiormente, aprendemos a confiar más en el Señor y no en nosotros mismos, nos vamos deshaciendo de falsas seguridades o de fuentes equivocadas de identidad, comprendemos que es el Señor quien nos hace crecer en el camino de la vida y de la fe.
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