El pasado 2 de junio hemos vivido como nación una jornada electoral histórica cuyo impacto para el presente y el futuro de nuestro País sin duda también será histórico.

Ahora bien, aunque es innegable la importancia de las instituciones y estructuras de gobierno, así como el papel y el liderazgo de los gobernantes, tampoco podemos negar que el país nos toca construirlo a todos, cada uno desde su propia realidad, condición y misión en la sociedad. Obviamente los cristianos hemos de ser ejemplares en el cabal cumplimiento de nuestras responsabilidades ciudadanas y vivir un claro y decidido compromiso social inspirados en el evangelio de Jesús y en la doctrina social de la Iglesia.

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Más aún, los cristianos tenemos la grave responsabilidad de trabajar por el bien común, incidir positivamente en la vida pública y trabajar por su transformación a la luz del evangelio.

Dicho de otra forma, la fisonomía y la vida de nuestro país no depende únicamente de las estructuras e instituciones sociales y políticas, sino también del compromiso y del trabajo de cada ciudadano. A todos nos corresponde trabajar por una sociedad más sana, más justa, más solidaria, más humana y con mayores y mejores oportunidades para todos.

 Aquello que hoy nos preocupa de nuestro país: la violencia, la creciente crisis económica, la incertidumbre frente al futuro, la polarización social y política, la dictadura de algunas ideologías, diversos aspectos de la agenda política del país, la falta de respeto a las instituciones políticas y sociales, el nivel de desempleo, las condiciones desfavorables de muchos trabajadores, etc. no será resuelto únicamente por el gobierno, sea cual sea. Nos corresponde a todos los ciudadanos ser semillas de transformación y de progreso.

Ante los diversos retos de la Nación, como ciudadanos y como católicos podemos situarnos de forma madura, responsable y comprometida, o bien refugiarnos en condenaciones genéricas y lamentos, responsabilizando a otros, pero sin involucrarnos nosotros mismos de forma creativa, productiva, contextualizada y realista, haciendo lo que nos corresponde y tratando de ser factores de transformación en donde estamos y con lo que hacemos.

En este sentido, conviene evitar dos graves tentaciones que pueden paralizarnos: el desaliento, y la indiferencia.



Acerca de la tentación del desaliento frente a los retos que nos presenta la realidad, conviene señalar que no debemos bajar los brazos y pensar que no hay nada más que hacer, que ningún esfuerzo tiene sentido y que debemos conformarnos con las cosas como están, porque nunca cambiarán.

El desaliento, y con él la impotencia y la frustración por las cosas que no cambian, podría provocar a su vez la tentación de la indiferencia, la cual, a decir del Papa Francisco, ha alcanzado dimensiones de tal magnitud que hoy podría hablarse  de “globalización de la indiferencia”.

No dejemos que los retos que nos presenta la realidad nos sumerjan ni en el desaliento ni en la indiferencia. Con la fuerza del amor de Dios y con la luz de la fe, sigamos siendo fermento de transformación, de  auténtico desarrollo social, de reconciliación en nuestro país, en el cual los católicos estamos llamados a ser “sal de la tierra y luz del mundo”.

 Hagámoslo inspirados y amparados por Santa María de Guadalupe. Que de su mano podamos construir juntos el progreso de nuestra Patria por caminos de justicia y de paz. ¡Santa María de Guadalupe, esperanza nuestra salva nuestra Patria y conserva demuestra fe!

Más artículos del autor: El Espíritu Santo crea y sostiene la unidad



Mons. Luis Manuel Pérez Raygoza

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