En los debates sobre el cambio climático y el cuidado de la creación, –hoy tan de moda fuera y dentro de la Iglesia–, existe la peligrosa tendencia a ver al hombre como el estorbo del mundo, como aquel que trajo el virus malévolo del progreso poniendo en riesgo la supervivencia del planeta.
Hoy existen corrientes de pensamiento que cuestionan la pirámide de la creación donde el hombre se coloca en el vértice mientras que los animales, las plantas y los minerales están en una escala inferior a él. Y proponen que en la clasificación de los seres no sea una pirámide sino un círculo donde al hombre se le coloca al mismo nivel del resto de la creación. Así todos los seres se ubican en el mismo plano de dignidad. Esto es tan falso como peligroso.
La teología del cuerpo de san Juan Pablo II nos ubica en la postura adecuada.
Al saber que Adán tenía necesidad de ayuda, Dios creó a los animales y los presentó al hombre para que éste les pusiera el nombre a cada uno. La geología, la mineralogía, la zoología y la botánica son expresiones del señorío del hombre que clasifica a los seres, les pone nombre y estudia la creación. Al explorar y dar nombre a los animales, el hombre se percata de que él no es igual al resto de la creación; difiere del resto de las criaturas. Ni los animales ni las plantas tienen la capacidad de labrar la tierra y dominar la creación como lo hace el ser humano.
Esta experiencia de “nombrar” y “labrar” la hacemos a través de nuestro ser corporal y espiritual. Descubrimos que tenemos conciencia y que somos personas. Adán era consciente de sí mismo; los animales no. Él tenía voluntad; los animales no. Poseía libertad; los animales no. Era consciente de nombrar y labrar; los animales no pueden hacerlo.
No solamente el hombre pone nombre a los animales sino que puso nombre al planeta, a los astros y galaxias. Así se da cuenta de que tiene una dignidad superior al resto de la creación. De esa manera el hombre descubre su propia identidad y su libertad. Descubre que no hay nadie en el universo que pueda hacer lo que él hace, por lo que se siente existencialmente solo. Y su soledad en el cosmos lo lleva a buscar a Dios Creador para vivir en comunión con Él. Los seres humanos tenemos la vocación de buscar a Dios, como la esposa busca a su esposo para unirse con él y ser una sola carne.
Si observamos los vecindarios más maltratados en nuestras ciudades, ahí donde la delincuencia, el vandalismo y el grafiti son comunes en lugares públicos, nos daremos cuenta de que las vidas de quienes cometen tales actos están, generalmente, marcadas por la violencia y las rupturas familiares. Muchos de ellos no respetan ni el medio ambiente de su propio cuerpo, y se inyectan sustancias extrañas o se tatúan la piel, alterando el don de su naturaleza corporal.
Cuando existe una comunión entre el hombre y la mujer, es decir, una ambiente saludable y amoroso de matrimonios y familias integradas, el hombre se capacita para cuidar mejor de la creación. En el relato de la creación en Génesis 1, Dios llama a la comunión al hombre y a la mujer, y posteriormente les llama a “someter la tierra” y a tener dominio sobre los animales que se mueven sobre el planeta.
La experiencia que tengamos en la familia determinará la manera en que nos relacionamos con el entorno y con toda la creación. Una familia en comunión de amor facilita el cuidado amoroso de la creación. Si falta este ambiente de amor en las familias, es más fácil que después vengan los abusos hacia el medio ambiente.
Los católicos no podemos caer en la trampa de la idolatría de la Tierra como si ésta fuera un ente divino; tampoco debemos de tratar a los animales como si estos tuvieran la misma dignidad que el hombre. Terminaríamos despreciando a la raza humana como si fuera el estorbo del universo. Si queremos cuidar el planeta, comencemos por nuestra alma y cuerpo, llamados a la comunión con Dios; y busquemos después la comunión de varones y mujeres para formar familias felices y fuertes.
Artículo publicado originalmente en el Blog del P. Eduardo Hayen
Los artículos de opinión son responsabilidad de los autores.
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