Para apoyar a quien ha sufrido mucho y culpa a Dios por ello, podemos, en primer lugar, mostrarle su cariño a través de todos esos gestos que hablan más que mil palabras: su presencia solidaria, su escucha, su ayuda en labores cotidianas (por ejemplo llevarle algo de comer porque quizá no tenga ánimos de preparar nada, o prestarle algún servicio que necesite).
En segundo lugar, pero no por ello menos importante, ayudándola a ir comprendiendo y aceptando algo fundamental: que Dios es amor y todo lo que permite, lo permite porque nos ama; que nosotros estamos limitados por el tiempo y el espacio y no podemos ver más allá de lo inmediato, pero Él sí, y si permite algo que por el momento nos parece inexplicablemente doloroso, no lo hace por maldad o por sadismo, sino porque desde su sabiduría y amor infinitos, considera que es lo conveniente; y no es indiferente o ajeno a nuestro dolor, todo lo contrario, le duele también y comparte nuestro sufrimiento, pero tiene claro que, por alguna razón que nosotros no alcanzamos a comprender, es lo mejor.
Un ejemplo aclara esto: un papá permite que a su niño enfermo le pongan una inyección; el niño llora y siente que su papá lo ha traicionado permitiendo que le claven la agujota; el papá sufre al ver sufrir a su niño, pero permite la inyección porque es necesaria.
Recuérdale que enfermedad y el sufrimiento nos ayudan a irnos desprendiendo de este mundo al que nos aferramos. Enfermarnos, que se enfermen y mueran nuestros seres queridos, nos ayuda a madurar, a crecer en compasión, en paciencia, a aprender a ver a los demás con un corazón capaz de conmoverse.
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Jesús nos salvó a través de Su sufrimiento y muerte, si unimos nuestros sufrimientos al Suyo, adquieren sentido redentor, podemos aprovecharlos para ofrecérselos por Su amor, para bien de los demás y por nuestra propia santificación.
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