Yo comprendía que la paternidad cambia a los hombres, pero ignoraba hasta qué punto. Los jóvenes rebeldes, ante la aparición de un hijo, se vuelven más sensatos, menos alocados, y lo que antes era ebullición ahora es calma chicha. Ya no se piensa de la misma manera que antes; los sentimientos han cambiado también. ¡Y todo este cambio se opera en el breve –brevísimo lapso- de nueve meses!
He aquí, por ejemplo, a un joven. Está en la otra orilla de mi escritorio. Su cabellera ya no es estropajosa, ni se peina a lo afro; se ha cortado el pelo y causa una admirable sensación de limpieza. ¡Habría que haberlo visto hace apenas un año! Incluso, por lo que sé, esnifaba coca. Pero ahora es otro joven el que tengo enfrente: un joven más serio, más formal.
¿Qué mosca le ha picado? Me mira, sonríe un poco vagamente y da vueltas con los dedos a un bolígrafo que se ha sacado del bolsillo. Si antes era desenvuelto y desparpajado, ahora se muestra tímido.
-Yo, sabe, padre… –dice, pero no se atreve a continuar.
-¿Cuántos años tienes ya? –le pregunto. Creo que lo sé, pero le hago la pregunta únicamente por decir algo.
-Dieciocho recién cumplidos. Los cumplí hace quince días.
-¡Dieciocho años! ¡Dios mío, soy un viejo ya! Creo que te conocí cuando acababas de nacer…
El joven volvió a sonreír, pero no era la suya una sonrisa de alegría, sino de timidez.
-Usted me dio la primera comunión.
Volvió a sonreír, y yo seguí fingiendo que me espantaba.
-Te recuerdo jugando fútbol en el jardín del barrio, con los demás chiquillos, tus compañeros. ¿Siguen jugando por las noches?
-Ya no –dice-. Hemos crecido…
-¡Pero también los adultos juegan fútbol!
-Quise decir que nos hemos dispersado. Cada uno ha seguido su propio camino. Algunos se han ido a vivir lejos de aquí, a otras ciudades.
-Y tú –le pregunto-, ¿qué camino has seguido?
De pronto me lo dice, aunque ya me lo figuraba, no sé por qué:
-Mi novia está esperando un niño.
Ahora quien sonríe con timidez soy yo.
-¡Un niño! ¿Y estás alegre?
-Mucho –dice-. Aunque tal vez fue demasiado pronto…
¿Qué decirle? En efecto, era demasiado pronto; pero, como quiera que sea, el niño ya estaba hecho.
-Sin embargo –digo-, no todo son desventajas. Tu hijo tendrá un padre joven, y eso es una suerte. A mí, mi papá me tuvo a los cuarenta años. Ya no jugó conmigo al fútbol, y tal vez por eso el fútbol no me gusta nada. Tú, en cambio, jugarás con él. Cuando él tenga diez años, cuando tenga quince, tú contarás aún con la plenitud de tus fuerzas.
-Todo eso lo comprendo –dice el joven-, pero hay algo que no me gusta. Le concedo la razón: si Dios quiere, seré joven cuando mi hijo nazca –porque va a ser niño, ¿sabe usted?-, pero hay una cosa que me da miedo. Que me da, incluso, mucho miedo.
-¿Y qué es, si puede saberse?
-El mundo. Le ve a tocar vivir en una época desalmada. ¡Ya lo sé! Yo he consumido drogas, he robado, he pasado más de un fin de semana en la penitenciaría… ¡En fin, no he sido un modelo de hombre! He hecho sufrir a mis papás.
En lo dicho, estaba ante otro joven. No ya ante el muchacho violento al que sus padres habían acusado varias veces ante mí, sino ante alguien maduro, reflexivo.
-Por lo que veo, los años te han cambiado.
Protestó levantando el brazo derecho:
-¡No los años! Si mi hijo no existiera, yo seguiría siendo, quizás, el mismo gamberro que he sido hasta hace poco. Son los hijos los que nos cambian… ¡Pero todavía no le he preguntado si aceptaría bautizarlo!
-Por supuesto que sí. Tan pronto como la criatura nazca, ven, y elegimos juntos un día.
El joven me agradeció, estrechándome la mano, y se despidió de mí. Ya no estaba en mi oficina cuando repetí en voz baja lo que acababa de escuchar: “No son los años los que nos cambian, son los hijos”…
Algo parecido dijo Elie Wiesel (1928-2016), mi admirado escritor judío, a propósito del nacimiento de su hijo Elisha: “El nacimiento de Elisha cambió mi vida. Había que proteger a aquel hombrecito que me miraba sin verme. Y la mejor forma de protegerlo será cambiar el mundo en el que va a crecer. Para la ceremonia de la circuncisión invitamos a algunos amigos y también a algunos jasidim de Brooklyn. Vinieron todos: escritores, supervivientes, el gran violinista Isaac Stern, el filósofo rabí Abraham Joshua Heschel”…
A corazón abierto se titula el libro del que he extraído este párrafo. Y, en su próxima vivita, se lo prestaré a mi joven amigo. Si con este solo pensamiento se quedara, me daría por satisfecho: “Había que proteger a aquel hombrecito… Y la mejor forma de protegerlo será cambiar el mundo en el que va a crecer”. Tal vez fue esto mismo lo que había querido decirme, pero no había encontrado las palabras. Entonces las tendrá. Y sabrá lo que tiene que hacer, en la medida de sus posibilidades.
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