Ahora que termino de leer Santa miseria, la novela del escritor finlandé Frans Eemil Sillanpaa (1888-1964), se me ha ocurrido una extraña idea: pedir a Dios por aquellos a quienes, en la vida, nada les sale bien.
Si al comienzo de Thérèse Desqueyroux François Mauriac oró por los locos y las locas, ¿qué me impide a mí pedir por los que fracasan y no ven nunca la suya? Jussi Toivola, el protagonista de Santa miseria, es un ejemplar de esta especie. ¡Nada, nunca, le salió bien! Su padre fue un alcohólico y un camorrista que perdió su hacienda como respiraba, es decir, sin darse cuenta; y, su madre, una pobre mujer siempre ocupada en traer hijos al mundo, apenas tuvo tiempo de reparar en que Jussi existía.
Pero aquí no acabaron sus infortunios, no, porque cuando se casó, Jussi fue a dar de lleno con la mujer menos conveniente. Riina, se llamaba la esposa. Y véase por qué accedió a casarse con él: “Riina estaba absolutamente sola en el mundo, y además tenía la sospecha de hallarse encinta por obra de un hombre que jamás podría casarse con ella…”. ¿Se comprende ya el drama? Y, demás, la mujer era tan perezosa que ya sólo verla cansaba los ojos. Su casa era un chiquero, y lo peor de todo es que no hizo nunca
nada para que dejase de serlo…
“En el bosque, que distaba cuatro verstas de la cabaña, hicieron una corta de maderas aquel mismo año. Y Juha –o sea, Jussi- trabajó como leñador tres meses seguidos. Allí se encontraba cuando Riina, sola en la cabaña, trajo al mundo a su primer hijo, niño al que pusieron el nombre de Kalle Johannes. Cuando volvió aquella tarde del trabajo, quedó tan espantado que ni siquiera se le ocurrió pensar que el niño había nacido demasiado pronto”.
Luego del primer hijo vino el segundo, a los cuales, en un lapso de tiempo no muy largo, siguieron otros dos. El primero creció y se marchó de casa; el segundo, que era una niña, también creció e hizo lo mismo. Hiltu, se llamaba la muchacha. Pero un día, Jussi recibió una carta que él desdobló con mucho
cuidado y en la que leyó las siguientes líneas:
“…Y debo comunicarle la triste nueva de que su querida hija Hiltu ha muerto de una muerte desgraciada: se ha arrojado al lago anteayer por la noche. El entierro será pasado mañana, por si usted quiere venir a él…”.
¡Todo, todo mal! Su esposa, por otro lado, acababa de morir entre esputos y vómitos, y él ya no era joven para rehacer su vida.
Un día, dada su miseria, lo invitaron a unirse al partido comunista y hacer la guerra a los demonios burgueses, que explotaban a los campesinos y se aprovechaban de ellos. ¡Abajo los ricos! ¡Que mueran!
Jussi iba todos los días a las reuniones del partido y escuchaba con atención los discursos de los líderes, que eran música para sus oídos. Y tanto se entusiasmó por la nueva causa, que a menudo se le olvidaba que en el bosque, en una cabaña solitaria, sus dos hijos pequeños –todavía lo eran- miraban a través de
la ventana, presas del miedo, y comían raíces porque papá no llegaba, o, si llegaba, lo hacía con las manos vacías.
En ocasiones sentía remordimientos por tener a sus dos pequeños en el total abandono, pero pronto se curaba de ellos, sobre todo cuando los camaradas, hacinados en una salón, cantaban himnos como éste: Pueblo esclavo, ¡en pie!, ¡en pie! El mundo va a cambiar de base.
¡No somos nada! ¡Seámoslo todo! Y el viejo Jussi, bien empapado del espíritu revolucionario, gimoteaba y aplaudía mientras sus hijitos comían raíces y miraban por la ventana de una casa abandonada.
Un día, el ejército rojo –llamémosle así- capturó al dueño de un hermoso castillo, al terrateniente más poderoso de aquel lugar, y fue a Jussi a quien se le dio un fusil para amedrentarlo. La verdad es que él jamás había tenido en sus manos un arma, pero esta vez sostuvo el fusil con mucho garbo, como un
francotirador de oficio.
Luego vinieron los blancos y echaron a correr a los rojos: el viejo Jussi corrió también y llegó a una cabaña abandonada. Allí se encontró con el cadáver del rico castellano y se preguntó quién diablos podría haber sido el asesino. ¡Él, por supuesto, no lo era!
Espantado de ver de cerca aquel cadáver, ¿qué hizo? Dejó el fusil tirado a un lado del cuerpo y reemprendió la carrera hacia su casa, donde lo esperaban dos niños que comían raíces y miraban por la ventana.
No contó con una cosa el viejo Jussi… “El asesinato del castellano fue puesto en claro en un momento. Se había encontrado al lado del cadáver un fusil. Y en el registro que se hizo en la casa de Rinne, el jefe del partido y el agitador de las masas, se descubrió una lista de las armas distribuidas. Pudo verse entonces que el fusil era de Jussi Toivola.
“-¿Con que ha sido ese bergante quien ha cometido el crimen?”, se dijeron unos otros las autoridades judiciales. Y, claro, Jussi Toivola, días más tarde, fue fusilado por un crimen que no cometió. ¡Todo, todo le salió mal! Y mientras era llevado al paredón, dos pares de ojos miraban hacia la lejanía a través de una ventana…
“Toda su vida –dice de nuestro héroe F. E. Sillanpaa- ha tenido la desgracia de que nadie haya cuidado nunca de él. Se diría que todas sus iniciativas han tenido lugar fuera del momento oportuno, sin que la culpa de ello fuese de nadie, ni suya ni de los demás…”
El autor es: Sacerdote, periodista, escritor y Rector del Colegio Mexicano de Roma.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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