En estos días en que conmemoramos la Inmaculada Concepción de María, la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el papel de las mujeres y los niños en la historia de la Salvación.

La elección que Dios tuvo hacia María, para que en el cuerpo de ella se engendrara Jesús, nos habla del plan que Él creó en la Virgen, nacida con la fragilidad propia de la humanidad, preservada del pecado, pero expuesta a la violencia de la época que la hacía aún más frágil y vulnerable.

Ella, que nació como cualquier otro, era el espacio perfecto para que su único Hijo, poseedor de la verdad y la vida, comenzara su camino en la tierra. Este espacio que era María, era la certeza de que su “Sí” era para Dios la confirmación de la perfecta elección, era quien proveería a Jesús de amor y dulzura, protección y compañía, de acogida y refugio.

Esta figura nos muestra que, allí en medio de la fragilidad con que decide Dios hacerse presente entre nosotros, está el centro del cuidado, la humanidad que asume el verbo es tan frágil como la nuestra,
tan pequeño, tan necesitado de todo, pero que a su vez nos entrega al ver sus ojos, la esperanza de un hermoso mañana.

En estos ojitos que María nos regala, vemos reflejada la imagen de cada niña y niño, la certeza de que, como ella, cada uno de nosotros podemos ser el recipiente donde Dios deposite a sus tesoros más amados, sus hijos e hijas, frágiles, pero con tanto que ofrecer a la humanidad.

Que la gracia del Padre llene de luz nuestras vidas en los ojitos de las infancias y adolescencias, que encuentren en nosotros un lugar seguro, proveedor de protección, que las caricias que reciban sean con ternura, que las palabras que escuchen sean de un amor inmensurable, que encuentren en nosotros confianza y que nuestros actos sean tan buenos que en sus ojos y sonrisas se revele que también estamos llenos de Gracia.

Licenciada Zaira Noemí Rosales Ortega

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