He leído un par de libros del neurobiólogo italiano Lamberto Maffei. El primero de ellos, Alabanza de la lentitud, me pareció extraordinario. En él enseña cómo el proceso de maduración del ser humano es, precisamente, contrario al proceso de aceleración que estamos viviendo en los tiempos actuales.

El libro que acabo de terminar (todavía tengo otros dos por buscar más adelante, uno sobre la rebeldía y otro sobre arte y locura) lleva el título de Elogio de la palabra. En él narra –desde su especialidad y su conocimiento del arte y la literatura no exento de buen humor—cómo la pérdida de las palabras, el deterioro de la conversación y la incapacidad de interpretar lo que se ve, han traído consigo una disminución de la capacidad cerebral de narrar nuestra existencia.

El triunfo de la tecnología –el sometimiento a las pantallas—obnubila la razón, ata el pensamiento y elimina progresivamente el laborioso proceso de tejer relaciones interpersonales. Y por sobre este panorama, el único ganador es el mercado, es decir, “la fe laica de nuestros días, una fe en expansión por todo el mundo, inculcada como una esperanza, una suerte de escala de Jacob que conduce al Paraíso.”

Este crecimiento provoca lo que Maffei ha acuñado como el fenómeno de la “bulimia del consumo” al que acompaña la “anorexia de los valores”.

Este apunte me parece fundamental. Por un lado, el consumir que no nutre (el proceso infinito de comprar y desechar) y, por el otro, la casi imposibilidad de saber lo que es bueno por sí mismo, lo que vale no desde la publicidad, sino desde la esencia de la cosa misma.

Como no hay suficientes palabras para entender el entorno y entendernos dentro de él, como el “aura” de lo sagrado depende ahora “del valor económico”, como se ha generado “una nueva forma de aura hecha de parloteo”, da la impresión de que, en lugar de pensar y reflexionar, el individuo prefiere decidir y hacer. ¿Decidir qué? Da lo mismo. ¿Hacer qué? Da igual. ¿Moverse hacia dónde? Hacia cualquier parte. Pero rápido.

Como una especie de lamento esperanzado, Maffei termina su elogio preguntando y preguntándose: “¿Qué sería el hombre sin las palabras?” La respuesta es: nada.


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*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Jaime Septién

Periodista y director del periódico católico El Observador de la actualidad.

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