En aquel tiempo, dejó Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
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Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y, mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá”, esto es: “Ábrete”.
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. (Mc 7,31-3)
Los milagros de Jesús fueron ciertamente obras portentosas, la mayoría de ellas no necesitaron de ningún signo sino tan solo de su palabra. Como cuando levantó al paralítico en la casa de Cafarnaúm que primero le dijo: “tus pecados te son perdonados” y después, para demostrar que sí tenía autoridad para perdonar pecados, le dijo: “toma tu camilla y anda” (Mc 2,1-11). Calmó una tempestad con sus solas palabras (Mc 4,35-41).
Entonces viene la pregunta: ¿De verdad necesitaba poner saliva en la lengua de aquel hombre? Si pensáramos que lo que hacía Jesús eran actos mágicos, tal vez diríamos que sí habría necesitado saliva. Pero el Señor no hacía actos mágicos. La obra milagrosa siempre se realizaba por el poder de Dios y como un signo de su presencia poderosa. En el pasaje de la curación del ciego de nacimiento, por ver un caso parecido al de este texto, el evangelista san Juan (Jn 9,1-12) nos menciona que Jesús hizo barro al mezclar su saliva con tierra. Esto nos lleva a recordar el segundo relato de la creación del ser humano, el cual dice que Dios hizo al ser humano con barro y sopló en su nariz el álito de vida.
Jesús usa la saliva, entonces, como un signo. El Diccionario de los símbolos dirigido por Jean Chevalier (Herder, 1993, 908), nos dice que la saliva suele tener un doble simbolismo, indica sanación o sirve para significar corrupción o disolución. En el caso del Evangelio que leemos hoy sigue la primer vertiente de significado.
Si miramos el contexto de la narración que leemos hoy, veremos que la apertura del habla de aquel hombre forma parte de la preparación sobrenatural que Jesús va realizando para que las personas pudieran superar la constante pregunta: “¿Quién es este hombre?”.
A lo largo del ministerio del Señor hubo muchas respuestas posibles, a saber, que era un profeta, o la reencarnación de uno de los antiguos profetas del Antiguo Testamento. Pero la única respuesta correcta no provenía de la sola capacidad de los discípulos para interpretar los hechos y los dichos de Jesús. Era necesario, como se lo dijo después a Pedro que, “no la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los Cielos” le revelara que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo (cfr. Mt 16,13-20).
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