En aquel tiempo, se reunieron los fariseos para ver la manera de hacer caer a Jesús, con preguntas insidiosas, en algo de que pudieran acusarlo.
Le enviaron, pues, a algunos de sus secuaces, junto con algunos del partido de Herodes, para que le dijeran: “Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te arredra, porque no buscas el favor de nadie. Dinos, pues, qué piensas: ¿Es lícito o no pagar el tributo al César?”
Conociendo Jesús la malicia de sus intenciones, les contestó: “Hipócritas, ¿por qué tratan de sorprenderme? Enséñenme la moneda del tributo”. Ellos le presentaron una moneda. Jesús les preguntó: “¿De quién es esta imagen y esta inscripción?” Le respondieron: “Del César”. Y Jesús concluyó: “Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
En el episodio que nos narra hoy el Evangelio notamos una introducción de aquellos que se dirigían a Jesús poco común: “maestro sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza, y que no te importa ofender a nadie, porque no te intimida la condición de nadie”.
Esta introducción es muy larga en comparación con lo ordinario de quienes se dirigían a Jesús diciéndole, “maestro”, “Señor” o cuando mucho “hijo de David”. En la retórica de la época, para captar la benevolencia de los oyentes o de aquel a quien se dirigía el discurso solía usarse la adulación, veamos varios ejemplos:
Un retor, llamado Tértulo, enemigo de Pablo se dirige al procurador Félix: “Excelentísimo Félix, gracias a ti gozamos de una paz sólida, y reconocemos agradecidos, en todo y siempre, las mejoras realizadas por tu providencia en beneficio de esta nación…” (Hch 24,2-3).
También san Pablo sabía adular: “Me considero feliz, rey Agripa, al tener que defenderme hoy ante ti, …, porque tú conoces todas las costumbres de los judíos y las cuestiones que suelen debatir…” (Hch 26,2-3).
Regresando al episodio de hoy vemos que a Jesús no le agradó el halago e inicia su respuesta diciéndoles: “hipócritas, ¿Por qué me ponen una trampa?” (Mt 22,18). En otra ocasión un joven le llamó, “maestro bueno” (Mc 10,17-22) y el Señor le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solo Dios”. Con esta forma de responderle notamos que Jesús no aceptó la adulación.
No sólo con el tema de los halagos, sino también con otros el Señor Jesús tomó distancia. Enseñó que somos hermanos y sobre nosotros está Dios nuestro Padre, Él es nuestro guía y maestro y nunca hay que jurar ni hablar de más.
Tal vez uno de los componentes más bellos del Evangelio sea este regreso a la simplicidad y a la integridad, delante de Dios y de los hombres. Este domingo dedicado a orar, reflexionar y ayudar a los misioneros resulta una bella enseñanza dar a Dios nuestro corazón en sencillez, nos hace libres y directos.
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