En aquel tiempo, Jesús llegó de Galilea al río Jordán y le pidió a Juan que lo bautizara. Pero Juan se resistía, diciendo: “Yo soy quien debe ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a que yo te bautice?” Jesús le respondió: “Haz ahora lo que te digo, porque es necesario que así cumplamos todo lo que Dios quiere”. Entonces Juan accedió a bautizarlo.
Al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se le abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía sobre él en forma de paloma y oyó una voz que decía desde el cielo: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias”.
Con el Bautismo del Señor concluimos el tiempo de Navidad. Si en el pesebre hemos contemplado al Hijo de Dios que se hace hombre, aquí asistimos al inicio de su misión. Si no estuviera esta fiesta del Bautismo del Señor, estaríamos tentados a quedarnos en el gozo del pesebre sin madurar nuestra espiritualidad, perdiendo la íntima unión entre la encarnación, el Nacimiento y la misión.
Ahora bien, el Bautismo del Señor posee un elemento desconcertante: ¿Qué hace el Hijo de Dios en medio de aquellos que reconocen su pecado? Jesús no necesitaba del Bautismo de Juan porque es el Cordero inocente sin mancha alguna; pero, el Bautismo expone, por una parte, la solidaridad de Jesús (el Dios con nosotros) con todo hombre y mujer, y al mismo tiempo, se presenta como modelo para sus futuros hermanos, concediéndoles, por medio del Bautismo, el don de la filiación: ser hijos en el Hijo.
En este sentido, el Jordán aparece como un elemento importante a considerar: este río no ha tenido importancia alguna como aquellos que se encuentran en Mesopotamia y Egipto; y en la Sagrada Escritura sólo es nombrado para signar el confín entre las naciones.
Sin embargo, los geólogos aseguran que Bethabara, lugar donde se encuentra el río Jordán, es el punto más bajo de la tierra (400 metros bajo el nivel del mar). Con este dato, podemos decir que, Jesús ha ido al punto más bajo de la tierra para reconducir al hombre hacia el Padre, siendo entonces su Bautismo figura de lo que acontecerá en su Pasión, Muerte y Resurrección.
Con estos elementos podemos comprender que, el Bautismo del Señor nos recuerda el continuo abajamiento de Dios, y nos confirma como creyentes, en una Iglesia que es madre y sierva (capaz de abajarse).
En alguna ocasión, escuché a un sacerdote que decía a sus fieles: “hasta en los ángeles hay niveles”, queriendo hacer notar que, las promociones en el ámbito eclesial son un cierto “estatus de poder”, un “estar por encima de los demás”. No es esta la Iglesia querida por Cristo, una “iglesia autorreferencial y narcisista”, sino una Iglesia que sigue los pasos de su Señor; una Iglesia que, como el buen samaritano se abaja para curar, sanar, consolar, reconciliar y amar a todo hombre y mujer.
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