En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola: “¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse.
¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’. Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente”.
Leer: ¿Qué se requiere para ser un discípulo de Jesús?
Las lecturas de este domingo, nos hablan de la importancia que tenemos cada uno de nosotros para Dios, no importa que seamos más de 7 mil millones de personas en el mundo; cada uno de nosotros tiene un lugar especial en su corazón.
Ya en la tradición del Antiguo Testamento, en la primera lectura de este domingo, leemos que Dios perdona al pueblo que rescató de la esclavitud de Egipto, a pesar que éste le es infiel.
La segunda lectura de este domingo comienza con una acción de gracias porque Cristo Jesús se fio de Pablo, a pesar de reconocerse él mismo que antes era un blasfemo, perseguidor e insolente. Pero Dios tuvo compasión de él. No lo trató de acuerdo a sus faltas, porque Jesús vino al mundo para salvarnos.
Así, en el Evangelio que escuchamos este domingo, nos presenta el evangelista, tres parábolas, tres comparaciones en las que lo que importa no es el número de ovejas que se tienen o las monedas que se resguardan, sino aquella que se extravió. Y luego viene la comparación más grande: la del hijo que partió, no queriendo saber nada del Padre amoroso.
Realmente, me doy cuenta que ésta no es tan sólo una parábola, sino que representa lo que vivimos muchas personas que nos dedicamos a proclamar el amor de Dios. Por ejemplo, en mi parroquia, me da mucho gusto que la gente venga a Misa, que comulguen y se confiesen, que participen los niños en el catecismo y que los grupos de la parroquia la llenen de ruido y actividad, de cantos y alabanzas. ¡Es una parroquia viva! Pero si he de confesarlo, en realidad quienes más me preocupan (están en mi pensamiento y oraciones delante de Jesús) son los jóvenes que me encuentro por la calle, los que traen colgada la santa muerte, los que no se acercan a la parroquia ni a Misa, los que apenas empezando el curso ya se van de pinta.
En alguna ocasión salí a despedir a las personas después de Misa y les rociaba un poco de agua bendita. Ante mi asombro, un joven se apartó y aunque le dije que se acercara, no lo hizo. Muchas personas agradecieron el gesto de bendecirles con agua, pero realmente no me acuerdo de todos ellos, quien se quedó grabado en mi corazón es aquél joven que se fue sin que el agua bendita le tocara, como si hubiese prometido algo a alguien contrario.
Como lo presentan las parábolas de este domingo, Dios Padre pone especial atención en la oveja número 100, aquella que se extravió, aquel joven que se apartó, aquel hijo que se alejó del calor del hogar, del amor del Padre, o de la Santa Madre Iglesia.
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