En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano.
Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra, quedará desatado en el cielo.
Yo les aseguro también, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy Yo en medio de ellos’’.
El Señor Jesús plantea instrucciones precisas sobre la naturaleza de la comunidad creyente, sobre el modo como se espera que en ella se traten los asuntos. El primer aspecto al que se refiere hoy en el Evangelio es la corrección fraterna. Invita, conforme a elementos presentes también en la tradición judía, a amonestar al hermano que comete un pecado. No oculta que se trata de un hermano. Sólo su contumacia llevaría a que se le tratara de una manera distinta.
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La fraternidad es el primer imperativo, que parte de la exigencia de reconocer que él tiene que ver conmigo. La amonestación, sin embargo, empieza en privado. Esto ya resuena en nuestro interior, cuando revisamos el modo de tratar los asuntos. Con frecuencia divulgamos los pecados de los demás, o lo que consideramos tales, y hablamos sobre ellos con muchas personas, estableciendo juicios y murmurando con desdén, sin haber hablado personalmente con la persona en cuestión.
No sólo se le ha ignorado como hermano, sino además nos hemos colocado en la posición del juez, que se cree en la altura moral del descrédito. El mismo Jesús trató con inusitada dureza este tipo de hipocresía. La finalidad de la amonestación es la conversión. Y una intervención de este tipo es considerada salvífica.
Pero el proceso de la corrección fraterna no se detiene en el ámbito privado. No con un afán de maledicencia, sino por la responsabilidad que se tiene ante la comunidad de no permitir que ella misma termine por ser afectada por las maldades graves de sus miembros, se incorpora en la corrección a un pequeño grupo.
Una amonestación sobre una falta real hace cobrar conciencia a la misma comunidad de los peligros que ella tiene de relativizar el mal o terminar por convertirse en cómplice del mismo.
Por eso, finalmente, si el pecador permanece en su pecado, Jesús indica que hay que apartarse de él como un pagano o un publicano. No se trata de intolerancia ni falta de condescendencia, sino de auténtico amor fraterno.
El pecado se sigue reconociendo como pecado, y la solicitud por el bien del individuo no transige en considerar como irrelevante su conducta. Corrección sincera, abierta, valiente, nutrida de caridad y humildad, es una ley constitutiva de la comunidad eclesial. Sólo quienes se ejercitan en ella se ponen a la altura de los discípulos de Cristo, de los miembros de su familia.
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