Durante más de cinco meses no asistí a mi parroquia ni a ningún templo. De un momento a otro me cambió, nos cambió la vida, y la manera de vivirla en todos los aspectos, incluyendo, por supuesto, la fe.
Ante el desconcierto y el peligro que nos trajo el virus, fue impactante la prontitud con la que presbíteros, párrocos y obispos respondieron a la emergencia de atender a sus fieles fuera de los templos. Sabedores de la necesidad de Dios de tantos cristianos en tiempos de prueba, recurrieron a todos los medios a su alcance para hacernos sentir su cercanía, llevando al Santísimo en procesión por las calles desiertas, estableciendo comunicación y actividades a través de las redes, y recurriendo a la tecnología para que pudiéramos participar en la celebración de la Eucaristía.
La emergencia se volvió rutina, y debo confesar que, aunque al principio me resultaba extraño participar en la Misa a través de la pantalla de mi computadora, poco a poco no sólo me acostumbré, sino que comencé a descubrir las ventajas de hacerlo y a disfrutar mucho las oportunidades que esta medida me presentaba.
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El silencio absoluto en la habitación a la hora de la celebración, la cercanía con el Altar que permite seguir con atención paso a paso el Sacrificio, la claridad con la que se escuchan las voces de los lectores y la homilía del celebrante, los cantos seleccionados, la comunión espiritual guiada por el sacerdote, todo en conjunto crean el clima espiritual e íntimo para participar con toda devoción en la Santa Misa.
Después de tantos meses, estamos regresando a la “normalidad” y algunos templos comienzan a abrir sus puertas. Y a pesar de vivir con el deseo de volver, fue hasta que pude asistir a Misa a mi parroquia que me di cuenta cuánto la extrañaba.
Algunas medidas para prevenir el contagio por coronavirus al asistir a Misa.
¿Qué sentiría el hijo pródigo cuando, al regresar derrotado y cansado, vio por fin a lo lejos la casa de su padre? Regresar a la casa de las puertas siempre abiertas ¡es tan bueno! La casa donde durante tantos años Jesús me esperó en el Sagrario deseoso de mi visita y de que le contara mis cosas, la casa que valoré verdaderamente hasta que se cerraron sus puertas.
El corazón se desborda de alegría al volver a la parroquia a participar en la Misa, y ver a los vecinos, al párroco como siempre, amable, servicial, y sin ocultar su alegría de recibir a los suyos nuevamente.
Por primera vez no me importaron el sonido deficiente y la mala acústica, el canto desafinado de la mujer de siempre ni la homilía que a ratos no se alcanza a escuchar; porque volver me hacía sentir la “hija pródiga” recibida por el Padre amoroso y porque pude recibir a Jesús Eucaristía con mayor consciencia de mi necesidad de recibirlo y de su inmenso amor que se hace alimento para el alma. Cuánto necesitaba comulgar y cuánto ha tenido que pasar para entender el privilegio que significa el poder hacerlo!
Dice el refrán que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido” y para los cristianos la experiencia del COVID debe transformar nuestros corazones; reflejarse en gratitud a nuestros pastores, servicio y misericordia con nuestros prójimos.
No sabemos lo que pasará, si volveremos al confinamiento o regresaremos poco a poco a la normalidad, pero nuestra fe hoy probada por el crisol del sufrimiento, debe estar renovada y fortalecida.
“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan”. Salmo 23
*Consuelo Mendoza García es ex presidenta de la Unión Nacional de Padres de Familia y presidenta de Alianza Iberoamericana de la Familia.
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